Apertura f/5,6
Tiempo de exposición 1/80 s
Velocidad ISO – 200
Distancia focal 105 mm
Compensación de la exposición -1,70
.
Anne Crowe es una escritura escocesa empeñada en escribir
sobre la belleza del mundo, incluidos todos sus desastres. Sus poemas
representan un canto a la bondad, aún a pesar de las crueldades y atrocidades
que desde siempre acompañan a los hombres. De ella dijo Juan Margarit: “Para
esta poeta el pasado está dentro de las palabras, las palabras son nuestro lazo
con todo aquello que la memoria ha perdido…” Ella, con sus palabras, se empeña
en recuperar una visión, retocada con cierta dosis de dulzura, de esa memoria.
Hace tiempo tuve ocasión de recorrer algunos rincones de
Escocia. Alguien, entonces, me habló de esta mujer. Estas semanas pasadas he
estado leyendo uno de sus libros de poemas. Reproduzco ahora uno de ellos, en
el que Anne nos habla de como con motivo de un viaje en tren, un gigante
espantoso vestido de cuero negro vino a sentarse a su lado. La mujer sintió
miedo. Sintió ese miedo que nos acompaña siempre que estamos ante algo que no
conocemos. Pronto, sin embargo, el miedo quedó atrás cuando el gigante de los
clavos y el pelo cortado a lo mohicano se transformó en un hombre verde que la
hizo viajar al mundo maravilloso de las plantas. A un mundo en el que el
colobo, la catleya, y la manorina campanera se asomaban a hurtadillas desde las
periferias del habla.
“Estaba de pie al final del vagón.
Un gigante espantoso vestido de cuero negro,
con franjas y clavos y el pelo cortado a lo mohicano.
Ha venido a sentarse en el asiento de al lado.
Y de pronto: “Las plantas son extraordinarias, ¿no es
verdad?”
La voz, con un fuerte acento del Ulster. Y levanta la mirada
del libro,
los ojos brillantes bajo la cresta leonada.
-“Si no fuera por las plantas,
si no fuera por los haces vasculares,
nosotros no podríamos mantenernos en pie.”
Habla con un crujir de cuero,
con un sonido como el de las ramas de un pinar
al rozarse entre sí. Y una multitud de clavos,
desde las orejas hasta los desnudos brazos con pulseras,
y sus elocuentes mitones con puños de hierro,
relucen y destellan como la lluvia sobre los cardos.
Es un hombre verde que habla con hojas.
El frondoso follaje llena el vagón
de rumores susurrados: de palabras que componen
una música linneana, dejando espacio
para que el colobo, la catleya, y la manorina campanera
se asomen a hurtadillas desde las periferias del habla.
Durante una hora dominó la conversación con un lenguaje
tan por encima de mí como una secuoya.
Esquivo como el jaguar, y con todo perdido.
Todo menos aquellos hogareños y resonantes
“haces vasculares”. Ah, y el salterio.
Tocaba el salterio en un conjunto de folk-rock,
e iba a tocar a Newcastle, donde bajó del tren.
Pienso en como le había temido,
de cómo tememos lo que no conocemos.
Y cuando escucho por la radio los silbidos
y los tambores de los orangistas que marchan,
intento imaginar la melodía adaptada para salterio,
oyendo las cuerdas mansamente pulsadas,
viendo una figura vestida de negro,
alta como un cedro del Líbano y bailando,
como David con su salterio
ante el Señor.”
Anne Crowe, Punk con salterio