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“Cuando sus amigas hablaban de amor, de los hombres a los que habían
amado, Ottilie se ponía tristona: ¿Cómo os enteráis de que os habéis
enamorado?, les preguntaba. Ah, decía Rosita, con mirada desfalleciente, es
como si te hubiesen echado pimienta en el corazón, como si unos pececillos
nadaran por tus venas. Ottilie decía que no con la cabeza; si Rosita estaba
diciendo la verdad, ella no había estado nunca enamorada, porque jamás había
sentido nada parecido por ninguno de los hombres que frecuentaban la casa.
Esto la turbaba de tal manera que finalmente decidió ir a consultar a un
houngan que vivía en las colinas que dominaban la ciudad. A diferencia de sus
amigas, Ottilie no había clavado ninguna imagen cristiana en las paredes de su
habitación; no creía en Dios, sino en muchos dioses: los de la comida, de la
luz, de la muerte, de la ruina. El houngan estaba en contacto con esos dioses;
guardaba sus secretos en el altar, alcanzaba a oír sus voces en el ruido de las
calabazas, podía dispensar sus poderes por medio de ciertas pócimas. Hablando a
través de los dioses, el houngan le transmitió este mensaje: tienes que cazar
una abeja, le dijo, y retenerla dentro de la mano… Si no te clava su aguijón,
llegará el día en que sabrás que has encontrado el amor.
Cuando regresaba a casa se acordó de Mr. Jamison. Era un norteamericano
cincuentón que tenía algo que ver con unas obras de ingeniería. Los brazaletes
de oro que tintineaban en sus brazos eran regalos de él, y, mientras pasaba
junto a una valla nevada de madreselva, Ottilie se preguntó si no estaría al
fin y al cabo enamorada de Mr. Jamison. Negras abejas revoloteaban por la
madreselva. De un valiente manotazo, Ottilie cazó una abeja que dormitaba en
una flor. Su aguijonazo fue como un golpe que la tumbó de rodillas; y así,
arrodillada y llorando, permaneció hasta que llegó un momento en que ya no supo
si la abeja le había picado en la mano o en los ojos…
Truman Capote, Una casa de flores.