Al poco, cuando salíamos de la librería yo llevaba en mis manos un ejemplar de “Tirano Banderas”, una novela de tierra caliente de Valle-Inclán, en tanto que Ricardo se había hecho con una edición antigua de “El Empecinado visto por un inglés”, de Federico Hardman, traducido por Gregorio Marañón. A los dos les faltaban sus últimas páginas.
Paseamos, entre risas por lo extraño de la situación que habíamos vivido, por las callejas del viejo Madrid. Queríamos llegar al Mercado de San Miguel, ya que habíamos decidido comprar algo de fruta que nos serviría para, ya en la tranquilidad de nuestro hotel, cenar esa noche. Allí, en el mercado, mientras saboreábamos con nuestras miradas el bello espectáculo de luz y color que los puestos nos brindaban alguien nos dijo que iba a ser clausurado próximamente. Al parecer algún grupo inmobiliario había decidido transformarlo en un lujoso espacio de ocio y de bares.
-Vaya –no pude dejar de pensar-, hoy todos estamos de acuerdo en que alguien que se dedica a destruir siquiera sea parcialmente un libro tiene que ser un loco. Nadie, sin embargo, piensa lo mismo cuando lo que se decide mutilar es un viejo mercado, pleno de color y de vida, para transformarlo en una creación que sintonice más con los tiempos modernos.
Aquella noche, en el hotel, Roberto, alborotado en su sueño, vivió una y otra vez una carga de fusilería de los hombres del cura Merino que al grito de “¡Mueran los polacos! ¡Acordaros de Ocaña!” estaban masacrando a los coraceros de una columna napoleónica a los que mantenían encerrados en un corral al que habían prendido fuego. En medio de la inmensa humareda, Roberto podía ver como las balas de los guerrilleros atravesaban los cuerpos chamuscados de los franceses. Mientras tanto, yo, no menos enloquecida, no cesaba de repetir que:
“Tirano Banderas salió a la ventana, blandiendo el puñal, y cayó acribillado. Su cabeza, befada por sentencia, estuvo tres días puesta sobre un cadalso con hopas amarillas, en la Plaza de Armas: El mismo auto mandaba hacer cuartos el tronco y repartirlos de frontera a frontera, de mar a mar. Zamalpoa y Nueva Cartagena, Puerto Colorado y Santa Rosa del Titipay, fueron las ciudades agraciadas.”
Fue al amanecer, cuando parloteábamos abrazados contemplando como los rayos de luz se filtraban por la persiana, cuando reparamos en que los espíritus que viven en los libros, atrapados en aquellos ejemplares sin final, habían decidido alojarse esa noche en nuestras mentes. No obstante, nos sentíamos tranquilos. Intuíamos, sin saber porqué, que para combatir su embrujo nos bastaría con apropiarnos, después del desayuno, de algunos de los poemas de “Las nubes”, de Luis Cernuda, que la librera nos había regalado.
Unas horas después, cuando tomábamos el sol en los jardines del Retiro, sentados en la “Santa Tierra”, comencé su lectura. Tan pronto como leí los primeros versos tuve la certeza de que con ellos los espíritus que viven en las palabras podían ser fácilmente conjurados:
“Vida tras vida, fueron
olvidando los hombres
aquella diosa virgen
que misteriosamente, desde el cielo,
con amor apacible
asiste a sus vigilias
en el silencio dulce de las noches…”
Me pareció que el regalo de la librera había sido providencial.
(Este texto supone la segunda parte y terminación del cuento que había publicado hace unos días... Ver más abajo...)