Los dioses no deberíamos estar tristes, pero yo lo estoy.
Todo sucedió en un instante. Vi como ella pasaba fugazmente delante de mí y en el gozo de su belleza no lo dudé: pedí un deseo a Afrodita y la diosa del amor me lo concedió.
Fue así como aquella mujer me amó como sólo ellas saben amar a los dioses y durante tres semanas la conocí del modo en que la hubiera conocido un hombre. Me sentía feliz. Las mujeres hacen que los dioses puedan alcanzar los gozos reales del amor y agradecí muchas veces a la diosa que me la hubiera traído.
A Casandra, así me dijo la mujer que se llamaba, la prometí el don de la profecía. Quise, incluso, transformarla en una ninfa, o en una heroida, si ella lo deseaba. Le fue otorgado todo lo que un dios puede conceder a una mujer.
Pero mi corazón, ahora, está triste y en mi desesperanza, yo, Apolo, he decidido que ella tendrá que vivir siempre con la amargura de saber que sus vaticinios nunca serán creídos por los hombres.
Y es que el espíritu de Casandra, Afrodita tenía que haberlo sabido, es el de una estrella fugaz y hace ya siete días que me abandonó.