
Alicia sentía una mezcla extraña de fascinación y de miedo.
Acababa de escuchar los extraños rugidos que surgían de las entrañas de aquel
espacio de terror y sabía que en cualquier momento el Minotauro se
manifestaría. La culpa de todo la tenía aquel libro en el que se hablaba de
mitos antiguos en los que unos héroes olvidados luchaban con hombres-toros. Ahora,
en aquel agobiante pasadizo, Alicia podía oler el hedor que el monstruo había
impregnado en las paredes y cuando escuchó su rugido supo que se acababa el
tiempo. Tenía que actuar con rapidez. Antes, no obstante, decidió enfocar con
su linterna alumbrando lo desconocido. Pudo ver así como el débil rayo de luz,
antes de perderse en la obscuridad, iluminaba los ojos ensangrentados de furia
del Minotauro. El animal se le estaba acercando, avanzando a un trote lento,
calculando el golpe que habría de asestarle con su cornamenta. Alicia
palideció. Sintió que le flaqueaban las piernas. Era consciente de que con su
espada de madera no iba a poder enfrentarse al monstruo. Cada instante sentía
más miedo. En el último momento, cuando el fin era inminente, Alicia pulsó el
interruptor y su pequeña linterna se apagó. Mientras el último rayo de luz se
desvanecía se tiró al suelo y se tapó la cabeza con las manos. Unos instantes
después, pudo sentir que el Minotauro, mugiendo enloquecido, pasaba trotando a
su lado, desorientado ante la pérdida de luz y golpeando en su confusión con
sus cuernos el aire y las paredes de aquel espacio de tinieblas.
Antes de que el monstruo volviera sobre sus pasos, Alicia
supo lo que tenía que hacer. Abrió la puerta del armario y dando un salto
abandonó el reino del terror. Después, jadeando, apoyó su cuerpo contra la
puerta para que el monstruo no pudiera salir y dio dos vueltas de llave a la
cerradura. Ya solo le faltaba para estar a salvo dar un par de zancadas y
alcanzar su cama. Se introdujo en ella sin ninguna vacilación y tapó todo su
cuerpo, cabeza incluida, con esa manta tan querida que le protegía, en la
noche, de los monstruos.