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martes, 30 de septiembre de 2014

Diego y el mar





Diego no conocía la mar. El padre, Santiago Kovadioff, lo llevó a descubrirla. Viajaron al sur. Ella, la mar, estaba más allá de los altos médanos, esperando. Cuando el niño y su padre alcanzaron por fin aquellas cumbres de arena, después de mucho caminar, la mar estalló ante sus ojos. Y fue tanta la inmensidad de la mar, y tanto su fulgor, que el niño se quedó mudo de hermosura. Y cuando por fin consiguió hablar, temblando, tartamudeando, pidió a su padre: “Ayúdame a mirar.”

Eduardo Galeano – El libro de los abrazos





viernes, 26 de septiembre de 2014

El otoño y su luz





El arte es una herida hecha luz, decía Georges Braque. Necesitamos esa luz, no sólo los que escribimos o pintamos o componemos música, sino también los que leemos y vemos cuadros y escuchamos un concierto. Todos necesitamos la belleza para que la vida nos sea soportable. Lo expresó muy bien Fernando Pessoa: “La literatura, como el arte en general, es la demostración de que la vida no basta.” No basta, no. Por eso estoy redactando este libro. Por eso lo estás leyendo…

Rosa Montero – La ridícula idea de no volver a verte





martes, 23 de septiembre de 2014

La dama del perrito





Había corrido la especie de que en el malecón había aparecido un personaje nuevo: una dama con un perrito. Dmitri Dmítrich Gúrov, que llevaba ya dos semanas en Yalta y había adquirido las costumbres del lugar, también había empezado a interesarse por las caras nuevas. Sentado en la terraza del Vernet, vio pasar por el malecón a una joven dama, rubia y de pequeña talla, tocada con una boina; tras ella correteaba un lulú blanco de Pomerania. Más tarde se la encontró varias veces en los jardines de la ciudad y en la glorieta. Paseaba sola, siempre con la misma boina y su lulú blanco; nadie sabía quien era y la llamaban simplemente así: la dama del perrito. “Si está aquí sin su marido y sin amigos, se decía Gúrov, no estaría mal trabar conocimiento con ella.”

Anton Chejov – La dama de perrito





sábado, 20 de septiembre de 2014

El Minotauro





El niño sentía una mezcla extraña de fascinación y de miedo. Estaba escuchando los rugidos que surgían de las entrañas de aquel espacio de terror y sabía que en cualquier momento el Minotauro se manifestaría. La culpa de todo la tenía aquel libro en el que se hablaba de historias antiguas en los que unos héroes olvidados luchaban con hombres-toros. Ahora, en aquel agobiante pasadizo, el niño podía oler el hedor que el monstruo había impregnado en las paredes y cuando escuchó su rugido supo que se acababa el tiempo. Tenía que actuar con rapidez. Antes, no obstante, decidió enfocar con su linterna y alumbrar lo desconocido. Pudo ver así como el débil rayo de luz, antes de perderse en la obscuridad, iluminaba los ojos ensangrentados de furia del Minotauro. El animal se le estaba acercando, avanzando a un trote lento, calculando el golpe que iba a asestarle con su cornamenta. El niño palideció. Sintió que le flaqueaban las piernas. Era consciente de que con su espada de madera no podía enfrentarse al monstruo. Decidió que tenía que escapar del Laberinto y retornar al mar. Sabía que solo allí estaría a salvo pero el miedo le impedía moverse. Fue en el último instante, cuando todo estaba a punto de terminar, cuando el niño pulsó el interruptor y su pequeña linterna se apagó. Mientras el último rayo de luz se desvanecía se tiró al suelo y se tapó la cabeza con las manos. Unos instantes después, pudo sentir que el Minotauro, mugiendo enloquecido, pasaba trotando a su lado, desorientado en la obscuridad y golpeando en su confusión con sus cuernos el aire y las paredes de aquel espacio de tinieblas.

Antes de que el monstruo volviera sobre sus pasos, el niño supo lo que tenía que hacer. Abrió la puerta del armario y dando un salto abandonó ese reino de terror. Después, jadeando, apoyó su cuerpo contra la puerta para que el monstruo no pudiera salir y dio dos vueltas de llave a la cerradura. Ya solo le faltaba para estar a salvo dar un par de zancadas y alcanzar su cama. Se introdujo en ella sin vacilar y tapó todo su cuerpo, cabeza incluida, con esa manta azul que en la noche, como el mar cuando Teseo huía, le protegía de los monstruos.





miércoles, 10 de septiembre de 2014

De los seres imaginarios






Hay en la tierra, y hubo siempre, treinta y seis hombres rectos cuya misión es justificar el mundo ante Dios. Son los Lamed Wufniks. No se conocen entre sí y son muy pobres. Si un hombre llega al conocimiento de que es un Lamed Wufnik muere inmediatamente y hay otro, acaso en otra región del planeta, que toma su lugar. Constituyen, sin sospecharlo, los secretos pilares del universo. Si no fuera por ellos, Dios aniquilaría al género humano. Son nuestros salvadores y no lo saben.



Jorge Luis Borges – El libro de los Seres Imaginarios





lunes, 1 de septiembre de 2014

Imaginando la eternidad





Siempre, nunca, palabras absolutas que no podemos comprender siendo como somos pequeñas criaturas atrapadas en nuestro pequeño tiempo. ¿No jugaste, en la niñez, a intentar imaginar la eternidad? ¿La infinitud desplegándose delante de ti como una cinta azul mareante e interminable…


Rosa Montero – La ridícula idea de no volver a verte