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jueves, 31 de enero de 2008

A REIR UN POCO

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Hace un tiempo publiqué una entrada que dedique a un perro por el que siento un cariño especial. Se trata de Rony:

"De perros"

Ayer, un amigo me envío uno de esos correos que circulan por la red, con un fichero de video adjunto, en el que un doble de Rony, simpático él, canturreaba -sin duda con arte- una cancioncilla.

Con lágrimas en los ojos, por la risa, decidí alojar el video en el blog. Sin duda, es bueno, de vez en cuando reirse un poco.

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LOS FUNERALES DE HÉCTOR




En “La Ilíada”, Homero nos brinda una sugerente información acerca de cómo se realizaban los funerales de los griegos en los tiempos antiguos:

“Así habló, llorando, y todos, al oírla, se hicieron eco de sus gemidos. Y el anciano Príamo dijo al pueblo:

-Troyanos, id a por leña al Ida sin temor a las emboscadas de los aqueos, pues Aquiles me prometió en su tienda no causaros daño hasta que llegue la duodécima aurora.-

Oyéndole, la gente del pueblo unció a los carros bueyes y mulos y salió de la ciudad. Por espacio de nueve días acarrearon abundante leña; y cuando por décima vez apuntó la Aurora que trae la luz a los mortales, sacaron, sin poder mitigar el llanto, el cadáver del esforzado Héctor, lo pusieron en la pira y la prendieron fuego.

Al día siguiente, apenas la Aurora apareció trayendo la mañana, congregase el pueblo en torno a la pira. Extinguieron con vino la ceniza aún ardiente, y los parientes y amigos de Héctor recogieron sus huesos blanqueados por las llamas, los pusieron en una urna de oro y los cubrieron con un velo de púrpura. Luego depositaron la urna en un hoyo profundo, que cubrieron con muchas piedras enormes, y amontonando tierra encima erigieron un túmulo. Entretanto habían puesto centinelas en las torres por si los aqueos les atacaban. Levantado el túmulo, el pueblo se congregó en el palacio de Príamo, donde se celebró el espléndido banquete fúnebre. Así terminaron los troyanos los funerales del valerosísimo Héctor, domador de caballos.”

Homero (La Ilíada – Canto XXIV)

domingo, 27 de enero de 2008

HUMOS DE ANÍS




A mi hermana, que no se si recordará
estas cosas; a Cristina, que
inconscientemente, me dió la idea de
evocar estos "humos de niños", y a
Mr. Durden, autor del dibujo.
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Por la escalera se escuchaba que alguien gritaba:

-¡Dios mío, se van a creer que somos “rojas” y nos van a llevar a todas presas!

Mi hermana y yo, que estábamos desayunando en la cocina, mirábamos a la puerta de la casa, donde nuestra madre, a gritos, hablaba con las vecinas, que estaban asomadas a la escalera.

-Claro, decía una, como tu hija se ha liado con un protestante…

-Es que es inglés –respondía la afectada.

-¿Y qué?

-Pues que en Inglaterra todos son protestantes –sentenció la mujer, mientras las vecinas seguían chillando y alborotando sin que mi hermana y yo fuéramos capaces de entender que era lo que estaba pasando.

-¡Que vienen, que vienen… -gritó, entre el bullicio, alguien.

Y todas bajaron a la calle, al portal de la casa, y con el tumulto también los niños que allí vivíamos, que aquel día, con el jaleo, no habíamos terminado ninguno de desayunar.

Varios policías, algunos simples “guardias de la porra” y otros, “de la secreta”, trajeados, estaban examinando unas frases que con letras de color negro alguien había pintado en la fachada de la casa. No recuerdo lo que ponía pero debía ser una inscripción denunciando las maldades del franquismo.

El fotógrafo disparó su máquina varias veces sobre la inscripción y luego, casi inmediatamente, otro hombre, con una brocha, emborronó las palabras con pintura blanca. En cuestión de minutos ya nada se podía leer. Mientras tanto, uno de los “trajeados” había comenzado a hacer preguntas a las mujeres.

-¡Han sido los comunistas, seguro, pero ninguna hemos visto nada…! –decía la señora J.

-¿Quiénes son los comunistas…?, me preguntó Pepito.

Obviamente, yo no tenía ni idea, pero uno de los “guardias de la porra” se volvió y dirigiéndose a la chiquillería tronó:

-¿Pero que pasa, es que hoy no hay colegio…? Venga, todos a la escuela…

Y salimos todos en estampida, mal desayunados y dejándonos atrás, en la precipitación, buena parte del –por entonces tan escaso- material escolar. Las vecinas, mientras tanto, intentaban convencer al inquisidor de que ellas no eran -¡por Dios!- “rojas” y que sus maridos cuando habían salido de casa para ir a sus trabajos no habrían reparado en la inscripción debido a que todavía era de noche.



Aquella tarde, al salir de las clases, un grupo de escolares –seríamos cuatro o cinco- nos reunimos en uno de los rincones del patio, protegidos por un pequeño murete, para jugar a las canicas. Pronto, sin embargo, el Pizzias, cuyo apodo delataba que siempre estaba maquinando mezquindades, sacó de su vieja cartera de cuero un paquete de cigarrillos de anís, y todos, sentados en el suelo, guardamos las canicas y nos pusimos a fumar, uno tras otro, aquellos tan ecológicos pitillos. El Pizzias encendía uno y lo íbamos fumando entre todos. Cuando se terminaba encendía otro. Debió encender, aquella tarde, tres.

En nuestro escaso raciocinio no éramos conscientes de que el Director del Colegio, un señorón alto y gordo, bonachón en el fondo, nos estaba contemplando, encolerizado, desde la ventana de su despacho, que estaba situada en la planta alta del edificio.

Mientras el humo de anís salía de nuestras bocas, alguien se interesó por los sucesos de la mañana:

-¿Y quienes son esos comunistas que andan manchando las fachadas de las casas? –dijo.

Pepito, el más ingenuo del grupo, no tuvo reparos en contestar:

-Creo que deben ser de la banda del Sacamantecas.

-¡Que barbaridad, Pepito –dijo alguien- que tonterías dices!

-Pues yo creo –soltó el Pizzias- que deben de ser los moros, porque mi madre y mi abuela siempre andan diciendo que cualquier día va a venir el Moro Juan y va a matar a todas las mujeres de España…

-¿Y porqué las quieren matar a todas? ¿Qué han hecho…?

Pero la pregunta de Pepito se quedó en el aire. En ese momento, cuando el anís nos estaba ya mareando suavemente, los acontecimientos se precipitaron. La señora Presencia, la portera del colegio, requerida por el Señorón, se estaba acercando a nosotros a grandes zancadas. Sus gritos tronaron en el patio:

-¡Golfos, venir todos para acá, que el Director quiere veros en su despacho…!

-¡Golfos, que sois unos golfos…!

-¡Se van a enterar vuestras madres..!

Por entonces, todos teníamos un nudo en la garganta y Pepito rompía a llorar. El Pizzias fue el único que huyó corriendo, si bien no habría de servirle para nada, ya que la portera nos conocía perfectamente, tanto a nosotros como a nuestras madres. En el entonces aislado barrio de las Delicias, casi un pueblo en aquellos años, todos nos conocíamos.


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jueves, 24 de enero de 2008

DÍAS INCIERTOS


“Ayer fue miércoles por la mañana,
por la tarde cambió, se puso casi lunes…”

De un poema de Ángel Gónzalez, fallecido en días pasados.

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LADRIDOS



A aquel perro no le gustaba que los hombres volaran.

miércoles, 23 de enero de 2008

SECRETOS DE MUJER




Sólo aquella mujer sabía que las hojas situadas en lo más alto de los árboles sueñan con transformarse en estrellas.

Sabía también que algunas, afortunadas, lo consiguen.


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sábado, 19 de enero de 2008

ORDESA







En el verano de 2007 nos animamos a realizar un recorrido por el Pirineo aragonés. Uno de los días, el autocar nos acercó hasta la pequeña población de Torla, que está enclavada en uno de los parajes por los que tradicionalmente se accede al Valle de Ordesa.

Se trata de un pequeño villorrio, con calles empedradas en su casco, pero lo cierto es que desde sus miradores se tienen unas perspectivas de especial belleza de lo que se conoce como Fajas del Mondarruego, mágica visión que preludia lo que luego se podrá contemplar en el propio valle.

Desde allí, los expedicionarios tuvimos que embarcar en otro autobús que traslada a las personas que quieren visitar el Parque Nacional hasta el Centro de Recepción, que está situado a unos diez kilómetros de Torla. Antes, a medio camino, habíamos pasado por el llamado “Puente de los Navarros”, enclavado en el paraje en el que se unen los ríos Ara y Arazas, y los valles de Ordesa y de Bucaruelo.

Cuando el autobús estaba a punto de alcanzar, tras haber pasado por multitud de curvas y desniveles, la planicie habilitada como aparcamiento, situada al lado del Centro de Recepción, alguno de los viajeros exclamó:

-¡Santo Dios, que ganas tengo de que pare al autobús para revolcarme en la yerba!

El estadillo de risas de los ocupantes del bus, que en ese momento estábamos contemplando con admiración el bellísimo verdor de aquella pequeña pradera, resultó atronador.

Desde el Centro de Recepción, donde termina la carretera y desde el que se tienen impresionantes perspectivas del Tozal del Mallo, pared vertical de más de 300 metros, los viajeros nos pusimos en marcha, ya a pie, para disfrutar con la contemplación de las maravillas con que la naturaleza ha dotado al Valle de Ordesa. A medida que íbamos avanzando, podíamos contemplar como un espeso bosque de hayas cubría ambas laderas del valle hasta que a cierta altura estas iban siendo sustituidas por los pinos negros, los abetos y los pastizales de montaña.

Caminábamos sin prisas, disfrutando de los paisajes y disparando fotografías que permitieran, algún día, evocar lo que estábamos contemplando. Así, con calma, nos fuimos aproximando a los espectaculares saltos de agua por los que el río Arazas, cuyo cauce íbamos siguiendo, se iba despeñando para salvar los desniveles de la montaña: se trataba de las denominadas cascadas de Torrombotera, Molinieto, Arco Iris, Arripas, del Estrecho, Gradas de Soaso y la tan impresionante, como inaccesible para nosotros, Cola del Caballo, que alcanza los 70 metros de altura y que al parecer se enclava en un paraje excepcional cerca del extremo norte de la larga pista que bordea el circo de Soaso.

Y digo inaccesible para nosotros porque, desgraciadamente, no tuvimos tiempo para llegar a esa última cascada. La mañana había pasado demasiado deprisa y la hora de retornar al autocar se aproximaba. Nos esperaban en el restaurante, para el almuero.

El camino de regreso por el valle, que ahora hicimos por la otra margen del río, tras cruzar por uno de los puentes que lo atraviesan, nos permitió contemplar nuevamente otras perspectivas de gran belleza. Fue, sin duda, una mañana especial en la que mis sorprendidos ojos pudieron disfrutar contemplando algunos de los más bellos paisajes que posiblemente puedan ver en su vida.
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viernes, 18 de enero de 2008

A SUSANA RIVERA



Quise mirar el mundo con tus ojos
ilusionados, nuevos,
verdes en su fondo
como la primavera.

Entré en tu cuerpo lleno de esperanza
para admirar tanto prodigio desde
el claro mirador de tus pupilas.

Y fuiste tú la que acabaste viendo
el fracaso del mundo con las mías.

Ángel González (Quise)

domingo, 13 de enero de 2008

PUENTE ROMANO DE CÓRDOBA


Esta es la nueva imagen que luce el Puente Romano de Córdoba, una vez terminados los trabajos de restauración. Este fin de semana, el puente -que tiene ahora carácter peatonal- ha sido abierto al público.
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Esta imagen, tomada hoy mismo, nos brinda la actualísima panorámica de la que quizás sea la imagen más estandarizada de Córdoba. Tras el propio Puente Romano, al fondo, se alza la Puerta Monumental del Puente, los muros, cúpulas y torre de la Mezquita y, a la izquierda, el edificio del Palacio Episcopal. Tenemos, pues, aquí esas cúpulas y torres que coronan Córdoba y a las que cantó Góngora.
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La fotografía está tomada en alta resolución, de modo que "pinchando" sobre la misma se pueden apreciar los detalles. Repárese, por ejemplo, en las cabezas de las personas que "en romería" lo recorrían esta mañana.
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ASÍ PARECE



Acusado por los críticos literarios de realista,
mis parientes en cambio me atribuyen
el defecto contrario;
afirman que no tengo
sentido alguno de la realidad.

Soy para ellos, sin duda, un funesto espectáculo:
analistas de textos, parientes de provincias,
he defraudado a todos, por lo visto;
¡qué le vamos a hacer!

Citaré algunos casos:
Ciertas tías devotas no pueden contenerse,
y lloran al mirarme.

Otras mucho más tímidas me hacen arroz con leche,
como cuando era niño,
y sonríen contritas, y me dicen:
qué alto,
si te viese tu padre…,
y se quedan suspensas, sin saber qué añadir.
Sin embargo, no ignoro
que sus ambiguos gestos
disimulan
una sincera compasión irremediable
que brilla húmedamente en sus miradas
y en sus piadosos dientes postizos de conejo.
Y no sólo son ellas.
En las noches,
mi anciana tía Clotilde regresa de la tumba
para agitar ante mi rostro sus manos sarmentosas
y repetir con tono admonitorio:
¡Con la belleza no se come! ¿Qué piensas que es la vida?

Por su parte,
mi madre ya difunta, con voz delgada y triste,
augura un lamentable final de mi existencia:
manicomios, asilos, calvicie, blenorragia.

Yo no sé qué decirles, y ellas
vuelvan a su silencio.
Lo mismo, igual que entonces.
Como cuando era niño.
Parece
que no ha pasado la muerte por nosotros.

Ángel González (Así parece)

LUCES




Asustados por los aviones, los habitantes del Sol huyeron en aquellas extrañas naves de luz.

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sábado, 12 de enero de 2008

TOQUE DE CLARÍN



El día estaba lluvioso y aquella mañana, tras los cristales de las ventanas de nuestro aula, los estudiantes de secundaria jaleábamos en tropel mientras contemplábamos como un grupo de universitarios, en la plaza, afanosos ellos, lanzaban gruesos cordajes al cuello de la estatua guiados por el ánimo de derribar aquel símbolo del vetusto imperio español.

La imagen amenazada por los alborotadores era una escasamente afortunada representación de Felipe II que se alzaba –y se alza todavía- en la Plaza de San Pablo, frente al edificio “adefésico” –en palabras de nuestro profesor de Ciencias Naturales- del viejo instituto.

Nadie sabía los motivos por los que aquellos estudiantes querían tirar por los suelos la estatua del rey, pero lo cierto es que nosotros –jovencitos- disfrutábamos viendo en directo como la turba, bajo la lluvia insistente, tensaba con fuerza las gruesas maromas. Alguien podría haber pensado que estábamos contemplando una película de humor. Al otro lado de la plaza, por contra, enfrente de nosotros y próximos a los bronquistas, los soldados que hacían guardia en el edificio de la Capitanía General, antiguo palacio del Duque de Lerma, contemplaban perplejos el espectáculo.

El alocado bullicio de los jóvenes, sin embargo, pronto cambió de tono cuando hizo acto de presencia en el lugar una compañía de “grises”, la policía armada del franquismo, que comenzó a repartir, sin miramiento alguno, un aluvión de golpes y porrazos. Antes, formada la compañía a unos cien metros de los estudiantes, un toque de clarín había advertido a los alborotadores de que la carga policial era inminente. Años después, en mis tiempos de Universidad, yo también habría de escuchar, más de una vez, esa música siniestra.

Para entonces, nosotros –tras los cristales, protegidos de la lluvia y de los golpes- habíamos dejado de reír. Nunca habíamos contemplado a los “grises” en acción y lo que vimos aquel día nos dejó tan incrédulos como atemorizados. Esa mañana, observando el espectáculo brutal, muchos de nosotros, protegidos por los cristales, sentimos que algo desconocido se nos estaba abriendo a unos nuevos mundos que hasta entonces habían estado ocultos.

Felipe II, mientras tanto, en lo alto de su pedestal, malévolo, reía ahora a carcajadas contemplando como la soldadesca policial aporreaba a los jóvenes.


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miércoles, 9 de enero de 2008

CARICIAS



Alguien dijo alguna vez que Dios creó a los gatos para que el hombre pudiera sentir el placer de acariciar a una fiera. Por motivos obvios, sin embargo, no es cosa sencilla, ni mucho menos, acariciar a un gato de esos que no tienen dueño, de esos que están acostumbrados a vivir en el campo, silvestres, a su aire, cazando en la noche pájaros y otros animalillos para conseguir su diaria ración de alimento.

Los fines de semana, cuando dejamos la ciudad, es frecuente que acudan a los alrededores de nuestra casa algunos gatos que maullando discretamente nos piden alguna sobra de comida. Viven salvajes, pero cuando nos oyen suelen hacerse visibles. Confían, sin duda, en “pillar” algo de alimento.

Evidentemente, nos conocen pero a pesar de que nunca hemos actuado de manera violenta contra ellos, lo cierto es que saben guardarnos la distancia de manera sorprendente. Cada uno está en su sitio: ni ellos confían en nosotros ni nosotros nos fiamos de ellos. Sabemos por experiencia que sus antepasados no han dudado en penetrar por alguna de las ventanas para llevarse cualquier cosa que estuviera a mano en la cocina. Todavía recuerdo aquella vez que un gato negrísimo, al que llamábamos Rubito, pegó un par de saltos acrobáticos y se llevó en sus fauces un filete de cerdo que María había terminado de adobar.

Lo cierto, no obstante, es que esos gatos hacen una buena función limpiando de ratones y lagartijas los alrededores, de modo que en justa compensación siempre tenemos a mano un paquete de salchichas o una bolsa de comida específica para ellos.

Desde hace ya tiempo, yo tenía en mi mente la idea de acariciar a alguna de esas fieras, pero en honor a la verdad me resultaba imposible, ya que no se fiaban de mí en absoluto. Pensaba que sería más fácil acariciar a una gata blanca que me parecía más tratable, pero no tuve ningún éxito. Siempre que me acercaba a ella más de lo prudente, dejaba inmediatamente de comer, me miraba fijamente y abriendo su boca me enseñaba amenazadoramente los colmillos, mientras –frenética- me maullaba. Nunca pude llegar, siquiera, a poder extender mi mano.

Si la gata era tan independiente pensaba que no merecía la pena, siquiera, intentarlo con los dos machos que eran sus compañeros. Uno de ellos, que debe ser su hijo y que tiene unos ojos bellísimos, jamás se ha acercado a comer siquiera cuando ha visto que yo estaba por los alrededores. Del otro animal, un gato negro que debe ser el padre del anterior, podía esperar todavía menos. Es un gato de cierta edad, que está en pleno uso de sus facultades cazadoras y que siempre me ha observado con un cierto distanciamiento, como si yo no le interesara demasiado.

Hace unos días, en un momento en que el gato negro, sin duda presionado por el hambre, estaba comiendo unos trozos de salchichas, aprovechando que yo había estado trabajando en el huerto y tenía puestos unos guantes de jardinero, no lo dudé y sin miramientos le pasé la mano por el lomo. La respuesta del animal fue fulminante, de manera simultánea movió la cabeza y me miró fijamente, mientras alzaba sus patas traseras tan alto como pudo y su rabo se erizaba convirtiendo en un duro garrote.

Sorprendentemente para mí, el animal ni me enseñó los colmillos ni huyó de la escena, sino que al poco volvió a bajar su cabeza y siguió comiendo, manteniendo eso sí totalmente alzados sus cuartos traseros y con la cola igualmente engarrotada. El animal estaba en plena tensión, en vigilancia estrechísima, pero parece que las caricias no le disgustaban demasiado. Yo no podía sino pensar: “¿qué escalofrío habrá recorrido los nervios de este animal cuando por primera vez en su vida ha sentido que una mano, enguantada –eso sí-, ha recorrido su lomo acariciándolo?”

Desde entonces la escena se ha repetido varias veces y su respuesta ha sido siempre la misma, alzando sus patas traseras y elevando su rabo al cielo, pero ya ni siquiera se vuelve para mirarme cuando le doy la primera caricia. Parece que ha asimilado que es un pequeño tributo que tiene que pagar por acceder a la comida que le ofrezco. Quiero pensar, además, que esas caricias sobre sus carnes salvajes le resultarán agradables.

Todo sigue igual, sin embargo, con los otros gatos. Casi diría que la gata cada vez que lo intento, me mira con peores ojos. María, divertida, me ha dicha alguna vez que lo que ocurre es que las gatas están tan tiroteadas por los gatos que por nada del mundo quieren oír hablar de caricias, ni siquiera de los hombres. Bastante tienen ya que soportar a los machos de su propia especie.

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martes, 8 de enero de 2008

POETA Y PALABRA



Cuando el aire, suprema compañía,
ocupa el sitio de los que se fueron,
disipa sus olores, sus gestos, sus sonidos
y vuelve único a llenar
el orden natural de su silencio,
él, a cuyo infinito alrededor se ciñen
la medianoche, el mediodía
(horizontes de ausente plata o más allás de oro)
se queda con el aire en su lugar,
dulcemente apretado por la atmósfera
de la azul propiedad eterna.

Puede olvidar, callar, gritar entonces dentro
la palabra que llega del redondo todo,
redondo todo solo;
que el centro escucha en círculo
resuelto desde siempre y para siempre;
que permanece leve y firme sobre todo;
la vibrante palabra muda,
la inmanente,
única flor que no se dobla,
única luz que no se extingue,
única ola sin fracaso.

De todos los secretos blancos, negros,
concurre a él en eco, enamorada,
plena y alta de todos sus tesoros,
la profunda, callada, verdadera
palabra,
que sólo él ha oído, oye, oirá en su vigilancia.
La carne, el alma unas de él, en su aire,
son entonces palabra:
principio y fin,
presente sin más vueltas de cabeza,
destino, llama, olor, piedra, ala, valederos,
vida y muerte,
nada o eternidad: palabra entonces.

Y él es el dios absorto en el principio,
completo y sin haber hablado nada;
el embriagado dios del suceder,
inagotable en su nombrar preciso;
el dios unánime en el fin,
feliz de repetirlo cada día todo.

Juan Ramón Jiménez (La estación total - Poeta y palabra)

-El poeta nos habla del silencio con que se expresa el alma del universo, un alma que es una especie de conciencia general de la humanidad, constituido por la suma de conciencias individuales “de los que se fueron”.

-La actividad poética no sería sino una conciencia vigilante que escucha en la “profunda, callada, verdadera palabra…, que llega del redondo todo”, un “todo” que es el alma del universo.

-El “todo”, en suma, se concreta como la conciencia conseguida “de los que se fueron”, de modo que a través del poeta, que ha escuchado a ese “todo”, se está expresando la “conciencia total” de la humanidad.


lunes, 7 de enero de 2008

PARÍS EN MAYO



Al grito de “Bajo los adoquines está la playa”, los jóvenes iniciaron el alboroto.

Los burgueses pensaron que lo único que querían era disfrutar del sexo.

Corría el año 1968.
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domingo, 6 de enero de 2008

PETICIÓN


La anciana había pedido a los Reyes Magos que su esposo, tan distante, la besara aquella noche.

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LOS EMBARAZOS EN EL SIGLO XVI



Fue doña Catalina, la que, intrigada por la infertilidad de su matrimonio, se puso en manos de don Francisco Almenara. Don Francisco era el más prestigioso médico de mujeres en toda la región. Autorizado para curar en 1505 por el Real Tribunal del Protomedicato después de brillantísimas pruebas…

Sin embargo a doña Catalina de Bustamante le costó lágrimas la decisión. ¿Cómo mostrar las partes pudendas a un desconocido por muy eminente que fuera? ¿Cómo consultar con nadie un problema tan íntimo como que sus relaciones sexuales con su marido no dieran fruto?...

Pero antes tuvo que soportar terribles pruebas, como la del ajo, para intentar averiguar quien de las dos partes era la causante de la esterilidad matrimonial. Con este objeto, don Francisco de Almenara introdujo en la vagina de doña Catalina un diente de ajo, debidamente pelado, antes de meterla en cama:

-Mañana no se levante hasta que yo llegue. Debo ser el primero en olerla –advirtió.

Don Bernardo se despertó con el alba. Intuía vagamente que algo grave relativo a su masculinidad estaba en entredicho…

Todo lo que vino a continuación resultó para don Bernardo desconcertante y confuso. Don Francisco ordenó levantarse a doña Catalina y, tal como estaba, en salto de cama, la condujo de la mano hasta la jofaina y, una vez allí, requirió amablemente su aliento.

-¿Cómo? –A doña Catalina se la veía sensiblemente turbada.

-El aliento, señora, écheme vuesa merced su aliento –inquirió el doctor, inclinando el busto sobre el rostro de la paciente. Ésta, finalmente, obedeció…

-Lamento tener que decirle que las vías de su esposa están abiertas –dijo simplemente.

-¿Qué quiere decir, doctor?

-La esposa de vuesa merced está apta para la concepción.

La sangre le bajó de golpe a los talones a don Bernardo:

-Quiere sugerir…? –apuntó, pero fue incapaz de proseguir.

-No insinúo nada, señor Salcedo, afirmo rotundamente que el aliento de su esposa huele a ajo. ¿Qué quiere decir esto? Muy sencillo, las vías de recepción de su cuerpo están abiertas, no opiladas. La concepción sería normal tras una fecundación oportuna.

Don Bernardo había arrancado a sudar…

Miguel Delibes (El hereje)

jueves, 3 de enero de 2008

EL EMBARAZO Y LA MAGIA EN EGIPTO



Si, como estamos considerando, la magia impregnaba la vida en Egipto, en el caso de los niños esa continua presencia de las creencias mágicas era especialmente intensa. Los misterios que rodeaban los conocimientos sobre la concepción de los niños (embarazo, gestación y alumbramiento) y la situación de gran debilidad con que estos llegaban al mundo, sometidos a peligros que amenazaban sus vidas, hacían que la necesidad de ritos mágicos propiciatorios resultase imprescindible. Ante esa necesidad fueron surgiendo diversos prácticas y conjuros que pretendían evitar, por ejemplo, que la mujer quedase embarazada en el acto sexual, o que buscaban pronosticar si la concepción se iba a producir o no. Existían también otras fórmulas con las que se pretendía conocer el sexo del feto que se estaba gestando.

En el primer caso, para evitar el embarazo, las fórmulas mágicas utilizadas pretendían impedir que Hathor, diosa del amor, o Ta-Urt, diosa de la maternidad, intervinieran en el acto sexual. Adicionalmente las mujeres egipcias utilizaban como medios anticonceptivos unos pesarios que se introducían en la vagina y que actuaban como diafragmas muy rudimentarios. Eran también frecuentes las irrigaciones vaginales con esencias de plantas y con estiércol de cocodrilo, algo que nos causa especial sorpresa en nuestros tiempos.

En el Papiro Carlsberg se nos ha transmitido una fórmula curiosísima que permitía pronosticar si el embarazo se iba a producir o no: “Un diente de ajo humedecido... lo tendrá en la vagina toda la noche hasta que amanezca. Si el olor del ajo le sale por la boca es que dará a luz. Si no, es que no dará a luz”.

Otra fórmula también muy llamativa es la que se conserva en el Papiro de Berlín (199), que permitía conocer el sexo del futuro niño: “Medio para saber si una mujer dará o no a luz. Se coloca cebada y trigo, y la mujer los regará todos los días con su orina. Pondrás asimismo dátiles y arena en los dos sacos. Si germinan los dos, dará a luz. Si germina la cebada (antes), será niño. Si germina el trigo (antes), será niña. Si no germina (ninguno), no dará a luz.


EL OCRE Y LA MUERTE EN LA PREHISTORIA

Ocre - Cerro del Hierro, Sevilla

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Una vez que todas las ceremonias concluyeron, se cavaron tres profundas fosas y en ellas se depositaron los cuerpos de Espiga en Verano, Álamo Temblón y, en medio de los dos, el de la mujer que había dormido con uno de los dos hombres y soñado con el otro durante tantos soles.

Entonces sacaron los hechiceros de sus bolsas de cuero grandes piedras de ocre rojo, que machacaron hasta convertir en polvo. Lo arrojaron luego sobre los cadáveres hasta cubrirlos con una fina capa encarnada que dejaba traslucir sus rasgos, y el chamán principal dijo:

-Con este almagre que es la sangre petrificada de la tierra os devolvemos el rubor de la vida, para que vuestro corazón vuelva a latir en la nueva existencia hacia la que os encamináis.

Entonces empezaron a rellenar de tierra las fosas y los rostros de los fallecidos fueron poco a poco desapareciendo. Cuando terminaron de hacerlo, y antes de irse de aquel lugar, el viejo chamán volvió a hablar…

…la única manera que se conoce de formar parte del Pueblo Eterno después de la muerte es que el ocre sagrado le devuelva a la carne el color de la vida…

Juan Luis Arsuaga (Al otro lado de la niebla – Gata)

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martes, 1 de enero de 2008

HOMBRE FELIZ



Aquel hombre paseaba feliz. Sonreía.

Había comprado un beso y todavía lo llevaba en sus labios.