
Sucedió en la noche. La señorita C. estaba soñando y en el sueño se veía en un tiempo futuro en el que alguien o algo la obligaban a romper el espejo que tenía en su dormitorio. Tuvo que hacerlo, y al momento, mientras los cristales rodaban por el suelo haciéndose añicos, pudo contemplar que del interior del quebrado armazón brotaban dos mirlos, que se alejaron revoloteando mientras ella, que nunca había sospechado que dentro de los espejos pudieran anidar los pájaros, encorvaba su cuerpo y miraba más allá de la luna rota, temiendo que allí hubiera quedado abandonado algún polluelo. Fue entonces cuando vio que desde la obscuridad unos ojos la miraban. Supo al instante que eran sus propios ojos. Los ojos en los que ella había vivido hasta aquel día del futuro en que Raulito iba a abandonarla buscando el abrazo de otra mujer. En ese instante la señorita C. tomó su decisión: saltó dentro del espejo y se integró de nuevo con ella misma. Supo que nunca volvería a abandonar sus ojos. A partir de ahora, su mirada volvería a ser la de siempre, la que había tenido hasta que conoció a Raulito.
Cuando despertó del sueño, la señorita C. lo había olvidado. Sin embargo, al poco, inexplicablemente, sintió que una fuerza desconocida la obligaba a romper el espejo del dormitorio. Lo envistió con un golpe certero y al momento la luna saltó en pedazos. Los vidrios se desparramaron por el suelo. Raulito, que había despertado sobresaltado y contemplaba perplejo el estropicio de los cristales, pensó que debía quitar hierro al asunto y se echó a la calle. Dicen que fue esa mañana cuando conoció a la niña Chole.