Aquella mañana, tras unos días de intensas lluvias, estábamos siguiendo uno de tantos senderos de montaña, en la serranía de Cazorla (Jaén), intentando acceder a la espectacular Cañada de las Fuentes, en donde tiene su nacimiento el río Guadalquivir. Un sobrino biólogo nos guiaba en el viaje.
En algún momento del camino, ¿quién sabe donde?, nuestro sobrino mandó parar los coches y nos hizo bajar.
-“Mirad -nos dijo- veis en aquella ladera como el agua se despeña en una impresionante cascada…”
-“Cierto –asentimos estremecidos- que panorámica tan espectacular tenemos desde aquí…”
En estas estábamos, con los dos coches aparcados en uno de los costados del sendero, cuando de repente me di cuenta de que un animal se estaba acercando sigilosamente a ellos.
-“¡Dios Santo…! –exclamé asombrado- veis ese zorro…”
-“Es una zorra –dijo el biólogo, dándose la vuelta- y está amamantando…”
Con el mayor de los sigilos y hablando en un tono cariñoso nos fuimos acercando al animal, que a ratos huía y a ratos se acercaba. Cuando alcanzamos los coches, sacamos uno de los bocadillos que traíamos y comenzamos a arrojarle trocitos de pan y de lomo.
Poco a poco, la zorra fue tomando cierta confianza con nosotros y terminó comiendo, casi de nuestra mano, todo lo que quisimos ofrecerle. Todos estábamos extasiados contemplando como aquel animal salvaje, sin duda acuciado por el hambre, había accedido a que pudiéramos, casi, llegar a acariciarle.
Nos olvidamos del tiempo y estuvimos un buen rato “charlando” con nuestra amiga, y la verdad es que disfrutamos “de lo lindo” contemplándola tan cerca de nosotros, pero –claro- lo cierto es que la zorra, con hambre secular y poseída por unos instintos orientados a eso que conocemos como apropiación indebida, aprovecho un momento de descuido para introducirse en uno de los coches y con una rapidez insólita morder una bolsa de plástico, en la que llevábamos un pan de dos kilos que María había comprado esa mañana en Cazorla. Era increíble ver lo veloz que corría arrastrando con su boca el preciado producto de su rapiña.
Entre gritos y risas, varios de nosotros salimos corriendo detrás de ella y el animal, que escasamente podía aguantar ese fuerte peso en su boca, terminó soltando la bolsa y de inmediato se perdió en el bosque.
Pronto, sin embargo, volvió de nuevo y viendo que su intento de robo no tenía consecuencias especiales, ya que le seguíamos ofreciendo trozos de lomo y de pan, aprovechó otro descuido nuestro para, de otro salto, meterse en el otro coche. Ahora, como las ventanas estaban cerradas, el animal no tenía forma de salir, ya que uno, de un par de saltos, se había colocado en la única puerta que estaba abierta, por la que ella había entrado, de modo que durante unos segundos la pobre zorra, acurrucada en un rincón de uno de los asientos, estuvo enteramente a mi disposición.
Quizás muchos de vosotros no os creeríais este “cuento” si no fuera porque uno, como siempre que salgo al campo, llevaba su maquina digital en ristre, de modo que el feliz encuentro quedó inmortalizado adecuadamente.
Tras esta historia de convivencia entre unos hombres y una zorra, espero que Natacha, tan amante de los gatos, termine al fin de comprender los motivos por los que en cierta ocasión uno insistía en ser considerado como “un lince ibérico” en lugar de, como ella me había propuesto, una serpiente. A fin de cuentas, linces y zorros deben ser primos lejanos y uno ha podido documentar adecuadamente que “ha tenido tratos con una zorra”, en el más bello sentido de la palabra, por supuesto, ya que además la tal zorra, buena madre, estaba criando.
En mi opinión, el animal, “listo como el hambre”, había reparado en que los humanos se paraban en aquellos solitarios parajes para contemplar las cascadas que se despeñaban al otro lado del estrecho valle y –sin duda- más de una vez ya había comido de lo que esos humanos le habían ofrecido. Otra explicación, sinceramente, no soy capaz de encontrar.
Bueno, si, existe otra que es, sin duda, “más poética”. Lo cierto es que durante los segundos que estuve frente a frente ante el animal, que estaba acurrucado en el asiento del coche, pude reparar en que sus ojos eran idénticos a los de la gata Perona… Si, aquel animal de leyenda que casi me crió en mi más tierna infancia… ¿Sería su reencarnación? De ser así, ¿me habría reconocido mi vieja amiga?...
Lo cierto, amigos, es que puedo presumir de que aquella noche cenamos con un riquísimo “pan de pueblo”, que había sido “olisqueado” por una zorra sigilosa.
.
En algún momento del camino, ¿quién sabe donde?, nuestro sobrino mandó parar los coches y nos hizo bajar.
-“Mirad -nos dijo- veis en aquella ladera como el agua se despeña en una impresionante cascada…”
-“Cierto –asentimos estremecidos- que panorámica tan espectacular tenemos desde aquí…”
En estas estábamos, con los dos coches aparcados en uno de los costados del sendero, cuando de repente me di cuenta de que un animal se estaba acercando sigilosamente a ellos.
-“¡Dios Santo…! –exclamé asombrado- veis ese zorro…”
-“Es una zorra –dijo el biólogo, dándose la vuelta- y está amamantando…”
Con el mayor de los sigilos y hablando en un tono cariñoso nos fuimos acercando al animal, que a ratos huía y a ratos se acercaba. Cuando alcanzamos los coches, sacamos uno de los bocadillos que traíamos y comenzamos a arrojarle trocitos de pan y de lomo.
Poco a poco, la zorra fue tomando cierta confianza con nosotros y terminó comiendo, casi de nuestra mano, todo lo que quisimos ofrecerle. Todos estábamos extasiados contemplando como aquel animal salvaje, sin duda acuciado por el hambre, había accedido a que pudiéramos, casi, llegar a acariciarle.
Nos olvidamos del tiempo y estuvimos un buen rato “charlando” con nuestra amiga, y la verdad es que disfrutamos “de lo lindo” contemplándola tan cerca de nosotros, pero –claro- lo cierto es que la zorra, con hambre secular y poseída por unos instintos orientados a eso que conocemos como apropiación indebida, aprovecho un momento de descuido para introducirse en uno de los coches y con una rapidez insólita morder una bolsa de plástico, en la que llevábamos un pan de dos kilos que María había comprado esa mañana en Cazorla. Era increíble ver lo veloz que corría arrastrando con su boca el preciado producto de su rapiña.
Entre gritos y risas, varios de nosotros salimos corriendo detrás de ella y el animal, que escasamente podía aguantar ese fuerte peso en su boca, terminó soltando la bolsa y de inmediato se perdió en el bosque.
Pronto, sin embargo, volvió de nuevo y viendo que su intento de robo no tenía consecuencias especiales, ya que le seguíamos ofreciendo trozos de lomo y de pan, aprovechó otro descuido nuestro para, de otro salto, meterse en el otro coche. Ahora, como las ventanas estaban cerradas, el animal no tenía forma de salir, ya que uno, de un par de saltos, se había colocado en la única puerta que estaba abierta, por la que ella había entrado, de modo que durante unos segundos la pobre zorra, acurrucada en un rincón de uno de los asientos, estuvo enteramente a mi disposición.
Quizás muchos de vosotros no os creeríais este “cuento” si no fuera porque uno, como siempre que salgo al campo, llevaba su maquina digital en ristre, de modo que el feliz encuentro quedó inmortalizado adecuadamente.
Tras esta historia de convivencia entre unos hombres y una zorra, espero que Natacha, tan amante de los gatos, termine al fin de comprender los motivos por los que en cierta ocasión uno insistía en ser considerado como “un lince ibérico” en lugar de, como ella me había propuesto, una serpiente. A fin de cuentas, linces y zorros deben ser primos lejanos y uno ha podido documentar adecuadamente que “ha tenido tratos con una zorra”, en el más bello sentido de la palabra, por supuesto, ya que además la tal zorra, buena madre, estaba criando.
En mi opinión, el animal, “listo como el hambre”, había reparado en que los humanos se paraban en aquellos solitarios parajes para contemplar las cascadas que se despeñaban al otro lado del estrecho valle y –sin duda- más de una vez ya había comido de lo que esos humanos le habían ofrecido. Otra explicación, sinceramente, no soy capaz de encontrar.
Bueno, si, existe otra que es, sin duda, “más poética”. Lo cierto es que durante los segundos que estuve frente a frente ante el animal, que estaba acurrucado en el asiento del coche, pude reparar en que sus ojos eran idénticos a los de la gata Perona… Si, aquel animal de leyenda que casi me crió en mi más tierna infancia… ¿Sería su reencarnación? De ser así, ¿me habría reconocido mi vieja amiga?...
Lo cierto, amigos, es que puedo presumir de que aquella noche cenamos con un riquísimo “pan de pueblo”, que había sido “olisqueado” por una zorra sigilosa.
.