Imagen: Antiqva
En cierta ocasión, hablando con alguien, a Antiqva le dijeron que en un tiempo pasado había vivido cierta persona de la que se decía que había llegado a conocer a Orfeo, ese mítico ser que había transmitido a los antiguos griegos los conocimientos mistéricos nacidos en Egipto. Parece –le contaron- que aquel hombre, cuando estaba a punto de morir, había hecho saber a sus seres queridos que deseaba que junto a sus cenizas, en la urna funeraria de arcilla, se depositara una lámina de oro en la que estaba grabada cierta inscripción.
Mucho tiempo después, cierta mañana en que Antiqva recorría las salas del Museo Británico reparó en que en una de sus vitrinas estaba expuesta una tira de metal dorado en la que estaban escritas algunas palabras ininteligibles:
“Cuando desciendas –decía la traducción inglesa que Antiqva había podido leer estampada sobre una plancha de metacrilato- a la morada de Hades, verás a la izquierda de la puerta, cerca de un ciprés blanco, una fuente. Es la fuente del olvido. No bebas su agua. Ve más lejos. Entonces encontrarás un agua clara y fresca que mana del lago de la memoria; aproxímate a los guardianes del atrio y diles:
-Soy hijo de la tierra y del cielo, pero mi raza es del cielo.
Entonces te darán a beber de esa agua y tú vivirás eternamente entre los héroes.”
Cuando Antiqva terminó de leer esta inscripción tan sugerente no pudo evitar recordar a aquel hombre iniciado en los Misterios del que alguien hacía ya algún tiempo le había hablado. ¡Ah, -pensó Antiqva- que tiempos tan felices fueron aquellos en que los hombres eran conscientes de que su raza “era del cielo” y creían en la existencia de unas “aguas de la memoria” que habrían de permitirles que tras la muerte pudieran retornar a su naturaleza divina.
Porque, amig@s, Antiqva pensaba que si algún hombre había ordenado que cuando muriera quería que junto a sus cenizas se depositara ese texto grabado en un soporte inmortal (el oro) tenía que ser indudablemente porque esa persona pensaba que lo que la inscripción decía habría de revestir una trascendental importancia para su alma en el más allá. Todo sugería que nuestro hombre tenía miedo de que tras la muerte su alma no fuera capaz de recordar las enseñanzas de Orfeo y la función de la lámina de oro era permitir que el olvido jamás triunfara sobre la muerte. Solo bebiendo del “agua de la memoria” nuestro hombre podría acceder, al fin, a su naturaleza divina evitando así el peligro que suponía la reencarnación.
Antiqva, cuando salía del Museo Británico, iba pensando en todas estas cosas y era consciente de que para aquellos hombres de la antigüedad la posibilidad de que sus almas se reencarnasen tras la muerte (lo que ellos denominaban “volver a yacer en el fango”) era una amenaza insufrible.
Aquella noche, Antiqva, sugestionado por estas cuestiones que le habían absorbido durante la jornada, cuando al fin consiguió abandonarse a los sueños no pudo sino sentir que se estaba sumergiendo en un mundo irreal poblado por desconocidos misterios. Su alma, quien sabe como, parece que pronto abandonó su cuerpo y terminó arribando a esos ignotos lugares, tan propios de las vivencias oníricas, en las que uno conoce a gentes desconocidas, esas gentes de las que Gustavo Adolfo Bécquer habría de decir en uno de sus poemas: “Solo se que (durante la noche) conozco a gentes a las que no conozco…”
Cuando al amanecer, Antiqva –al fin- despertó sintió que la tristeza albergaba su espíritu. Su mente estaba confusa, atropellada por los reflejos de las vivencias soñadas. En el contexto de caos, sin embargo, sabía que aquel iniciado en los Misterios cuya lámina de oro se exponía en el Museo Británico no había podido eludir esa reencarnación que durante su existencia tanto le había atemorizado. Sabía, ¿quién podría decir como había llegado a ese conocimiento?, que el espíritu de aquel hombre mucho tiempo después había retornado de nuevo a la vida. Su alma seguía “yaciendo en el fango” encarnada ahora en otro hombre.
Tras esa noche de ensueños y desasosiegos, Antiqva sabía que ese hombre en el que el alma se había de nuevo encarnado se llamaba ahora Antiqva.
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En cierta ocasión, hablando con alguien, a Antiqva le dijeron que en un tiempo pasado había vivido cierta persona de la que se decía que había llegado a conocer a Orfeo, ese mítico ser que había transmitido a los antiguos griegos los conocimientos mistéricos nacidos en Egipto. Parece –le contaron- que aquel hombre, cuando estaba a punto de morir, había hecho saber a sus seres queridos que deseaba que junto a sus cenizas, en la urna funeraria de arcilla, se depositara una lámina de oro en la que estaba grabada cierta inscripción.
Mucho tiempo después, cierta mañana en que Antiqva recorría las salas del Museo Británico reparó en que en una de sus vitrinas estaba expuesta una tira de metal dorado en la que estaban escritas algunas palabras ininteligibles:
“Cuando desciendas –decía la traducción inglesa que Antiqva había podido leer estampada sobre una plancha de metacrilato- a la morada de Hades, verás a la izquierda de la puerta, cerca de un ciprés blanco, una fuente. Es la fuente del olvido. No bebas su agua. Ve más lejos. Entonces encontrarás un agua clara y fresca que mana del lago de la memoria; aproxímate a los guardianes del atrio y diles:
-Soy hijo de la tierra y del cielo, pero mi raza es del cielo.
Entonces te darán a beber de esa agua y tú vivirás eternamente entre los héroes.”
Cuando Antiqva terminó de leer esta inscripción tan sugerente no pudo evitar recordar a aquel hombre iniciado en los Misterios del que alguien hacía ya algún tiempo le había hablado. ¡Ah, -pensó Antiqva- que tiempos tan felices fueron aquellos en que los hombres eran conscientes de que su raza “era del cielo” y creían en la existencia de unas “aguas de la memoria” que habrían de permitirles que tras la muerte pudieran retornar a su naturaleza divina.
Porque, amig@s, Antiqva pensaba que si algún hombre había ordenado que cuando muriera quería que junto a sus cenizas se depositara ese texto grabado en un soporte inmortal (el oro) tenía que ser indudablemente porque esa persona pensaba que lo que la inscripción decía habría de revestir una trascendental importancia para su alma en el más allá. Todo sugería que nuestro hombre tenía miedo de que tras la muerte su alma no fuera capaz de recordar las enseñanzas de Orfeo y la función de la lámina de oro era permitir que el olvido jamás triunfara sobre la muerte. Solo bebiendo del “agua de la memoria” nuestro hombre podría acceder, al fin, a su naturaleza divina evitando así el peligro que suponía la reencarnación.
Antiqva, cuando salía del Museo Británico, iba pensando en todas estas cosas y era consciente de que para aquellos hombres de la antigüedad la posibilidad de que sus almas se reencarnasen tras la muerte (lo que ellos denominaban “volver a yacer en el fango”) era una amenaza insufrible.
Aquella noche, Antiqva, sugestionado por estas cuestiones que le habían absorbido durante la jornada, cuando al fin consiguió abandonarse a los sueños no pudo sino sentir que se estaba sumergiendo en un mundo irreal poblado por desconocidos misterios. Su alma, quien sabe como, parece que pronto abandonó su cuerpo y terminó arribando a esos ignotos lugares, tan propios de las vivencias oníricas, en las que uno conoce a gentes desconocidas, esas gentes de las que Gustavo Adolfo Bécquer habría de decir en uno de sus poemas: “Solo se que (durante la noche) conozco a gentes a las que no conozco…”
Cuando al amanecer, Antiqva –al fin- despertó sintió que la tristeza albergaba su espíritu. Su mente estaba confusa, atropellada por los reflejos de las vivencias soñadas. En el contexto de caos, sin embargo, sabía que aquel iniciado en los Misterios cuya lámina de oro se exponía en el Museo Británico no había podido eludir esa reencarnación que durante su existencia tanto le había atemorizado. Sabía, ¿quién podría decir como había llegado a ese conocimiento?, que el espíritu de aquel hombre mucho tiempo después había retornado de nuevo a la vida. Su alma seguía “yaciendo en el fango” encarnada ahora en otro hombre.
Tras esa noche de ensueños y desasosiegos, Antiqva sabía que ese hombre en el que el alma se había de nuevo encarnado se llamaba ahora Antiqva.
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Una autobiografía del renacimiento tras el paso onírico a otra vida. Es curioso que hables de las aguas de la memoria en vez de las aguas del Leteo, el olvido. Tu texto me transporta a mi amado mundo clásico, a mis más frecuentes meditaciones sobre la ensoñación. Descubro con auténtica alegría que hay otros que también recuerdan lo no vivido tal y como si formara parte de sus más reales experiencias.
ResponderEliminarTengo un relato publicado que se titula "Memorias de lo imaginado", puse un clic de audio hace poco. Es justamente ese tema.
Me ha encantado tu blog. Boticcelli es uno de mis´pintores preferidos y lo he visto en otra entrada. Chapeau.
Antiqva,
ResponderEliminarEs precioso, precioso.
Gracias.
En el espíritu nos reconocemos y nos reflejamos y seguimos siendo del cielo en el espíritu.
Sería difícil decidir si queremos el olvido o la memoria, aunque a simple vista parezca tan fácil decir la memoria.
ResponderEliminarY lo has convertido en un cuento precioso.Has unido la antigüedad con el Romanticismo y con el mundo de los sueños..., me ha gustado mucho, además está muy bien escrito, muy bien narrado.
Un abrazo.
Realmente quede impresionada con este bello relato, verdaderamente estoy encantada de leerlo, me identifique plenamente con el, ya que creo profunamente en la reencarnacion y que estamos en este ir y venir por eternidades.
ResponderEliminarLo que no sabia era eso de la inscripcion, y me llamo poderosamente la atencion; que interesante que este ahi entre los restos del hombre del museo.
Gracias amigo por estos textos que escribes, y que a mi me gustan tanto
Besitos miles
Janeth
Lo divino no es algo lejano y por encima de nosotros.
ResponderEliminarEstá en el cielo, está en la tierra, está dentro de nosotros.
Antiqva, me has dejado sin palabras...
ResponderEliminarDebo haberlas olvidado,habiendo bebido de aquella otra agua...
Sin embargo, rebuscando en mi memoria fallida, puedo encontrar difuminadas unas cuantas palabras que describan lo mucho que me ha gustado lo leído...
Genial ese adentrarse en la esencia de aquel personaje que cautivó tu atención, tu mente y hasta tu cuerpo...aunque para ello necesitase de los mundos oníricos...
Precioso, de corazón te lo digo.
Besos.
Que texto más bonito. Me encantan las metáforas, y aquí no paro de observar una tras otra, es fantástico.
ResponderEliminarUn abrazo!, sabio
Este post me ha dejado sin palabras por la similitud que tiene con una conversación, que precisamente mantuve ayer con alguien muy cercano a mí (cercano y fruto), y me contaba algo similar, aunque a la conclusión final había llegado por otros motivos y medios.
ResponderEliminarAluciné con su vivencia lo mismo que ahora con la tuya. No sé si la tuya es realidad o ficción (la suya fue realidad) como tampoco sé si la reencarnación existe o no.
Solo sé que a él lo creí. Y atí también.
Un abrazo
Ay amigo... Y es que has dado en el clavo en alguna parte de tu maravilloso texto: la conciencia, amigo... La conciencia es la que nos da el conocimiento sobre la vida y la muerte.
ResponderEliminarY ese conocimiento se halla en uno, tal como aquella reencarnación que materializó estas palabras, lo cual ha revelado al hacernos saber su identidad actual ;)
MAGNÍFICA ENSOÑACIÓN....
besos!!!!
Querido Antiqva: Vengo a visitarte después de unos días que estuve corre corre por trabajo.
ResponderEliminarEmotivo post que nos dejaste aquí.
Abrazos
El otro día leí este relato y me estremeció, fue como una sensación de Déjà vu... Has transmitido tantas y tan profundas reflexiones de una manera amena y tremendamente bien hilvanada. Me quedo por aquí, disfrutando de los escritos de mi nuevo amigo Antiqva, que espero que no se enfade se yo tardo en comentar o escribir... es que a veces las palabras juegan al escondite conmigo ;) o el tiempo me escurre por entre los dedos.
ResponderEliminarbesos