
Era un hombre solitario. Los vecinos nunca escucharon que alguien le visitara en su casa. Hubiera pasado desapercibido, ya que nunca causó ninguna molestia a nadie, de no ser por esa inquietante soledad que siempre le acompañaba. Todos sabían, sin embargo, que los domingos, desde siempre, salía temprano de su domicilio y no retornaba hasta avanzada la noche. Nunca supo nadie que es lo que el hombre hacía durante ese intervalo de tiempo. Quienes se cruzaban con él en la escalera afirmaban que era un hombre cortés en el saludo, pero nadie recordaba haber mantenido una conversación sencilla con él.
Muchos años después, hablando con uno de los enfermeros del asilo donde fue acogido cuando su edad fue avanzando, nuestro hombre le confesó que durante más de cuarenta años, todos los domingos había estado realizando viajes en tren desde su ciudad a Madrid. En efecto, cada domingo salía de su casa antes de que amaneciera y tomaba un expreso que en un viaje de más de seis horas habría de llevarle a la capital. Una vez en Madrid, ciudad a la que llegaba a media mañana, de manera reiterativa, el hombre se dirigía al Museo Arqueológico Nacional para contemplar, en la Sala de Arqueología Ibérica, durante un par de horas, la bellísima representación escultórica de la Dama de Elche, pieza que para quien pudiera contemplar la escena parecía que atraía su atención de manera especial. Todos los vigilantes del museo le conocían, pero en honor a la verdad nunca habían conversado –salvo los cruces de saludos que exigían las normas de urbanidad- con él.
Llegado el mediodía, el hombre abandonaba el museo y se dirigía de nuevo a la estación. Almorzaba en alguno de sus restaurantes y esperaba un tiempo antes de tomar el expreso que habría de llevarle de nuevo a su ciudad.
-¿Pero, porqué ha venido realizando ese mismo viaje y esa visita a la Dama de Elche todos y cada uno de los domingos de su vida? –le preguntó el empleado del asilo, cuando el hombre le contó su historia. ¿Tanto le apasiona esa imagen?
-Verá –le respondió-, nunca he sentido ningún interés por esa escultura. Mis viajes han obedecido a otra motivación. Hace ya muchos años –continuó-, allá por 1955, tuve que realizar un viaje a Madrid y utilicé el mismo expreso que habría luego de tomar tantas veces. Salía de mi ciudad a las 6:10 de la mañana. Durante ese viaje conocí a una mujer, que se sentó en un asiento junto al mío. Con ella, durante el largo trayecto, mantuve una conversación gratísima, como jamás he mantenido con nadie.
-Cuando llegamos a Madrid –continuó-, la mujer, tras despedirnos cordialmente, se alejó. Desde entonces –reconoció nuestro hombre- he añorado de tal modo esa conversación que una y otra vez he vuelto a subir a ese tren, siempre a la misma hora, pensando que quizás alguna vez tuviera la fortuna de volver a coincidir con ella.
-¿Pero y tantas horas de contemplar la Dama de Elche? –preguntó el enfermero.
-Es que la mujer me dijo que había nacido en esa ciudad, de modo que ya que tenía que esperar en Madrid a que llegara la hora de retorno del expreso, pensé dedicar ese tiempo a estar cerca de esa imagen. Confiaba que era posible que algún domingo ella acudiera a visitarla.
-¡Santo Dios! –exclamó el enfermero-, toda una vida dedicada a esa vana esperanza.
-Vana esperanza, no, amigo –le respondió el hombre-. Hace unos meses, al fin, pude reconocerla cuando, en compañía de una anciana y de unos niños acudió, como yo esperaba, a contemplar la imagen de esa dama ibérica que encontraron hace ya tanto tiempo en la ciudad donde había nacido.
-¿Y pudo reconocerla?
-Por supuesto. Seguía igual que cuando la conocí. Desgraciadamente ella no sólo no me reconoció, sino que no manifestó el menor interés por mí. Tan pronto como pudo, se alejó de la sala apremiando a la anciana y a los niños. Aquel día, angustiado por lo que me había sucedido, en el viaje de regreso decidí que dada mi edad y perdidas mis ilusiones, debía gestionar que se me admitiera en este asilo. Mi vida había perdido su sentido –finalizó, ante la mirada perpleja de su interlocutor-.
Nunca supo nuestro hombre que la anciana que acompañaba a la mujer y a los niños en aquella última visita a la Dama de Elche, al escuchar la breve conversación que había tenido con su hija, si que le había reconocido.
Muchos años después, hablando con uno de los enfermeros del asilo donde fue acogido cuando su edad fue avanzando, nuestro hombre le confesó que durante más de cuarenta años, todos los domingos había estado realizando viajes en tren desde su ciudad a Madrid. En efecto, cada domingo salía de su casa antes de que amaneciera y tomaba un expreso que en un viaje de más de seis horas habría de llevarle a la capital. Una vez en Madrid, ciudad a la que llegaba a media mañana, de manera reiterativa, el hombre se dirigía al Museo Arqueológico Nacional para contemplar, en la Sala de Arqueología Ibérica, durante un par de horas, la bellísima representación escultórica de la Dama de Elche, pieza que para quien pudiera contemplar la escena parecía que atraía su atención de manera especial. Todos los vigilantes del museo le conocían, pero en honor a la verdad nunca habían conversado –salvo los cruces de saludos que exigían las normas de urbanidad- con él.
Llegado el mediodía, el hombre abandonaba el museo y se dirigía de nuevo a la estación. Almorzaba en alguno de sus restaurantes y esperaba un tiempo antes de tomar el expreso que habría de llevarle de nuevo a su ciudad.
-¿Pero, porqué ha venido realizando ese mismo viaje y esa visita a la Dama de Elche todos y cada uno de los domingos de su vida? –le preguntó el empleado del asilo, cuando el hombre le contó su historia. ¿Tanto le apasiona esa imagen?
-Verá –le respondió-, nunca he sentido ningún interés por esa escultura. Mis viajes han obedecido a otra motivación. Hace ya muchos años –continuó-, allá por 1955, tuve que realizar un viaje a Madrid y utilicé el mismo expreso que habría luego de tomar tantas veces. Salía de mi ciudad a las 6:10 de la mañana. Durante ese viaje conocí a una mujer, que se sentó en un asiento junto al mío. Con ella, durante el largo trayecto, mantuve una conversación gratísima, como jamás he mantenido con nadie.
-Cuando llegamos a Madrid –continuó-, la mujer, tras despedirnos cordialmente, se alejó. Desde entonces –reconoció nuestro hombre- he añorado de tal modo esa conversación que una y otra vez he vuelto a subir a ese tren, siempre a la misma hora, pensando que quizás alguna vez tuviera la fortuna de volver a coincidir con ella.
-¿Pero y tantas horas de contemplar la Dama de Elche? –preguntó el enfermero.
-Es que la mujer me dijo que había nacido en esa ciudad, de modo que ya que tenía que esperar en Madrid a que llegara la hora de retorno del expreso, pensé dedicar ese tiempo a estar cerca de esa imagen. Confiaba que era posible que algún domingo ella acudiera a visitarla.
-¡Santo Dios! –exclamó el enfermero-, toda una vida dedicada a esa vana esperanza.
-Vana esperanza, no, amigo –le respondió el hombre-. Hace unos meses, al fin, pude reconocerla cuando, en compañía de una anciana y de unos niños acudió, como yo esperaba, a contemplar la imagen de esa dama ibérica que encontraron hace ya tanto tiempo en la ciudad donde había nacido.
-¿Y pudo reconocerla?
-Por supuesto. Seguía igual que cuando la conocí. Desgraciadamente ella no sólo no me reconoció, sino que no manifestó el menor interés por mí. Tan pronto como pudo, se alejó de la sala apremiando a la anciana y a los niños. Aquel día, angustiado por lo que me había sucedido, en el viaje de regreso decidí que dada mi edad y perdidas mis ilusiones, debía gestionar que se me admitiera en este asilo. Mi vida había perdido su sentido –finalizó, ante la mirada perpleja de su interlocutor-.
Nunca supo nuestro hombre que la anciana que acompañaba a la mujer y a los niños en aquella última visita a la Dama de Elche, al escuchar la breve conversación que había tenido con su hija, si que le había reconocido.