
(I)
La señora B., una mujer que rondaba los sesenta años de edad pero cuyos ojos conservaban la belleza de la juventud, aquella noche, había dormido mal. Había sentido un frío intenso y había pensado que posiblemente se trataba de que “echaba de menos” el calor de su esposo, que estaba ausente unos días de la ciudad por motivos de trabajo. Sus sueños, breves e inquietos, no le habían permitido descansar de manera reposada. “Tendría que cenar todavía menos”, había pensado.
Estaba en esa dormivela propia de los que han pasado una mala noche cuando hubo de levantarse, sobresaltada, al escuchar que sonaba el timbre de la casa. Don Eufrasio López, interventor de la oficina de Correos de su barrio, la saludó amablemente cuando ella abrió la puerta.
-“Buenos días, señora –exclamó el funcionario- le traigo este sobre”.
La señora B., algo aturdida ya que no esperaba ninguna carta y menos un sobre tan grande, no pudo sino manifestar su extrañeza cuando contempló la fecha del matasellos.
-“Pero bueno, señor –exclamó- si el sobre está fechado en abril de 2008… Hace más de veinte años… ¿De donde ha salido ahora?”
-“Verá, señora –afirmó algo tembloroso don Eufrasio-, debe usted disculparnos. Se trata de un sobre que ha estado extraviado durante todo este tiempo. No se como, esta mañana, buscando otros documentos en un archivador antiguo, lo he encontrado y no he dudado en traérselo de inmediato. Ninguna otra gestión he hecho esta mañana. Vea que se lo he traído personalmente, dadas las especiales circunstancias que concurren, y le ruego que nos disculpe todas las molestias que este extravío le hayan podido producir.”
Balbuceando, incapaz de articular palabras comprensibles, dada su sorpresa, la señora B. despidió al funcionario. Pronto, sin embargo, fue tomando conciencia de que el sobre debía contener un libro que hace muchos años le había enviado, desde el otro lado del Océano, un amigo del que desgraciadamente había dejado de tener noticias desde hacía mucho tiempo.
Mientras la mujer meditaba, don Eufrasio, resoplando, se alejaba por la calle, de vuelta a la estafeta de Correos. No se había atrevido a contar a la señora B. toda la verdad. Aquella noche, alguien –entre sueños- le había hecho saber que en determinado archivador de la oficina se encontraba determinado sobre, aparentemente extraviado, y le había pedido de manera inflexible que lo entregara sin demora a su destinataria. Amedrentado por la gran verosimilitud del sueño, don Eufrasio había comprobado que todo lo que “ese alguien” le había indicado era cierto. En ese concreto mueble de oficina, en tal sitio concreto, se encontraba todavía aquel extraño sobre que debía entregar sin demora. Y sin demora alguna, como queriéndose quitar un inmenso peso de encima, había actuado. Afortunadamente todo había salido bien, y si la señora B. no había admitido, formalmente, sus disculpas, tampoco había emitido reproches de especial dureza. Pensaba, don Eufrasio, que podía dar el asunto por zanjado.

(II)
Para entonces, la señora B. estaba llorando dulcemente. No podía entender lo que había pasado, pero recordaba –entre suspiros, con los ojos humedecidos- aquellos tiempos en que alguien le había enviado un libro que jamás le había llegado. Ahora, al tener en sus manos aquella antología de poemas, de un autor para ella desconocido, que ese alguien le había regalado hacía más de veinte años, no podía sino verse invadida por un sentimiento de añoranza y nostalgia.
-“¡Santo Dios! –se preguntaba una y otra vez- ¿Dónde habrá estado esto durante tantos años? ¿Y que habrá sido en todo este tiempo de aquel amigo ya olvidado?.”
Preguntas, sin duda, que no ofrecían respuesta alguna. No podía, sin embargo, sino agradecer al Cielo que, finalmente, hubiera llegado a sus manos aquel viejo poemario, que de inmediato se puso primero a ojear y a leer después, enfebrecida en un contexto de ensoñación.
(III)
Con su esposo ausente de la ciudad y con sus hijos, ya mayores, viviendo independientes en otras provincias cercanas, la Señora B., aquella mañana, ni siquiera se acordó de tomar su desayuno. Reparó en el olvido cuando pasadas unas horas sintió que su estómago acusaba los arañazos de algún animal que se revolvía en su interior. “Señor, leyendo estos poemas hasta se me ha olvidado vivir…”, había pensado mientras cerraba el libro unos momentos para prepararse algo de comer.
Por la noche, ya más sosegada, la mujer –que desde joven practicaba la meditación- decidió dedicar un tiempo a pensar sobre lo que le había sucedido aquella mañana. Decidió concentrarse en pensar en aquel lejano amigo con el que, durante algún tiempo, hacía ya tantos años, había compartido la afición por la poesía, y por las letras en general.
La mujer nunca supo el tiempo que dedicó a esa meditación, pero cuando consiguió “salir de su letargo” lo hizo, de nuevo, invadida por las lágrimas, que ahora era incapaz de sofocar. Una infinita tristeza invadía su alma y no podía sino llorar de manera, ahora, casi atronadora.
Nunca fue, tampoco, capaz de saber el tiempo que estuvo llorando. Si era consciente, sin embargo, de la causa de sus estremecimientos. En la meditación, quizá envuelta en los sueños o en la dormivela que los precede, había vislumbrado la imagen de aquel viejo amigo, quizás de su espíritu, que se había manifestado inquieto y que parecía revolver en los armarios y archivadores de una oficina, en la que –sin duda- buscaba algo.
En la meditación, la señora B. supo, ¡Dios sabe como!, que su amigo había fallecido y que su espíritu –sereno pero inquieto a la vez por algo- buscaba aquel viejo sobre que alguien había extraviado en la estafeta de Correos en aquel pasado tan alejado en el tiempo. Parece que deseaba –“antes de marcharse”- resolver aquel viejo asunto pendiente. La señora B., invadida por un intenso sentimiento de pena, lloró durante horas.
Al fin, sin embargo, cuando estaba ya amaneciendo –y la sensación de frío que la impregnaba había remitido-, la señora B. sintió que la fuente de sus lágrimas se iba secando paulatinamente. Serenado su ánimo, había decidido seguir meditando, ahora invadida por un inmenso sentimiento de paz, ya que poco antes había podido contemplar, plenamente feliz, como su amigo –que la miraba sonriente- se había ido elevando atraído por una Luz resplandeciente, de intensísima belleza.
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