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jueves, 23 de agosto de 2007

SOLDADOS

El tren militar, abarrotado de jóvenes, avanzaba por las tierras de Castilla camino de los fríos páramos leoneses. Fue entonces, atrapado en el inmenso griterío que causaba aquel derroche de juventud, cuando escuché por primera vez en mi vida la palabra “Costerón”. Estábamos en octubre y pronto habría de saber que ese era el nombre que recibía una inmensa explanada en la que barridos por los vientos de la montaña los reclutas incorporados al Centro de Instrucción de El Ferral del Bernesga, habríamos de hacer ejercicios, cada vez más duros, de instrucción militar.

La noche anterior nuestro grupo –unos cincuenta o sesenta jóvenes, de los más de quinientos que abarrotaban el tren- habíamos pernoctado en unas salas en desuso de un cuartel de Artillería. Allí, los veteranos se las habían ingeniado para no dejarnos tranquilos ni un solo momento. No es que nos hicieran pesadas “novatadas” sino que, simplemente, habían tenido que cumplir con el rol asignado a los veteranos y nos habían estado incordiando toda la noche con bromas sin sentido. Nadie, ni ellos ni nosotros, durmió esa noche. Nosotros, todavía vestidos de paisano, no podíamos sino meditar acerca de lo que nos esperaba en los próximos días.

Tenía entonces diecinueve años. En aquellos tiempos no tenía del todo claro lo que deseaba hacer. Acababa de superar las pruebas de acceso a la Universidad. El curso había terminado en junio e indeciso sobre mi futuro decidí irme voluntario al Servicio Militar, guiado por el ánimo de quitarme cuanto antes ese compromiso que entonces recaía sobre los jóvenes. Al incorporarme como voluntario me destinarían a un cuartel de mi ciudad, y por las tardes, pensaba, podría seguir estudiando. El inconveniente es que tendría que hacer unos seis meses más de “mili” que los incorporados forzosos.

Ya en el tren, camino de León, pronto se armó un inmenso bullicio que degeneró en un griterío insoportable. Todos estábamos, sin duda, nerviosos y las risotadas más groseras no cesaron ni un sólo momento. Éramos conscientes de que desde la noche anterior nuestra libertad había quedado en suspenso. Alguien iba a hacer de nosotros “soldados” y la consecuencia inmediata es que durante muchos meses tendríamos seriamente restringida nuestra libertad. El temor a lo desconocido y la angustia que nos producían las incertidumbres de nuestro destino las paliábamos, en aquel tren, chillando, bromeando y alborotando. Nadie se molestó –por otra parte- en hacernos una llamada al orden.

Cuando llegamos a León estaba esperando en la estación, marcialmente formada, una compañía de la Policía Militar. Alguien dio una orden y las filas de hombres se rompieron. A gritos y empujones nos obligaron a subir de manera precipitada en varios camiones del ejército, que en cuestión de minutos, antes de que nos diéramos cuenta, se pusieron en marcha camino del campamento.

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