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lunes, 13 de agosto de 2007

TRAJÍN DE MALETAS

Al llegar a la ciudad todo cambió. El calor era insoportable y además tenía que cargar con la maleta en la que se apretujaban todas las pertenencias que durante cuatro o cinco meses, pensaba yo entonces, habría de utilizar. En aquel tiempo creía que aquel destino no habría de prolongarse mucho más de unos pocos meses. Tenía la confianza de poder estar de regreso antes de las navidades.

El Señor C., que tenía una hija monja, me había indicado que podía recomendarme para que encontrara alojamiento en un convento religioso femenino que la Congregación tenía en la ciudad, pero yo, con cortesía, no había admitido el ofrecimiento, así que –con poco dinero en los bolsillos- tuve que contratar los servicios de una modesta pensión situada enfrente de la estación de ferrocarril. Entonces la estación estaba situada cerca del centro de la ciudad, de modo que en menos de diez minutos podía llegar, paseando, a mi trabajo, ubicado en una de las calles más importantes.

La pensión, sin embargo, me inspiraba poca confianza, de modo que todos los días, a primera hora, me acercaba a la estación y dejaba la maleta consignada. Tenía miedo de que alguien me la robara. Luego, ya por la tarde, terminado el horario de trabajo, tras el almuerzo, nuevamente la recuperaba de la consigna y volvía a alojarme en el mismo lugar. Realmente, esos primeros días, tenía poco que hacer cuando terminada mi trabajo, ya que no conocía a nadie en la ciudad, de modo que ese cotidiano trajín de ir y venir a la estación, arrastrando la maleta, me servía de distracción.

Pasados esos primeros días, un compañero de trabajo me recomendó otra pensión, más seria, en el barrio viejo de la ciudad y allí encamine mis pasos encontrando alojamiento en una habitación de uso múltiple, que compartía con otros dos jóvenes trabajadores con los que pronto inicie una relación de amistad. A fin de cuentas, durante unos meses los tres compartimos nuestras vidas y nuestro espacio más vital.

Fueron meses de intenso calor, estábamos en pleno verano, de modo que solamente gracias a la fuerza de la juventud podía uno soportar de modo más o menos paciente esa situación. Pronto, sin embargo, junto con otros compañeros de trabajo que también se habían incorporado en esos meses a la empresa, encontramos un alojamiento más cómodo y estable, con una patrona, la Señora R., que alquilaba habitaciones y además nos brindaba un agradable servicio de comidas caseras y de limpieza, de modo que a los pocos meses de llegar a la ciudad había pasado a tener un espacio vital propio, mi cuarto, al que pronto pude incorporar una modesta estantería en la que fui colocando mis libros…

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