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martes, 21 de agosto de 2007

UNA MONJA EN SEVILLA

En cierta ocasión el cartero llevó a casa una postal que nos había sido remitida desde Sevilla. Entonces yo era un niño y nunca había oído hablar de esa ciudad. Recuerdo que la imagen reproducía una panorámica de un puente sobre el Guadalquivir, con la Torre del Oro al fondo. Creo que fue la primera vez que tuve una postal en mis manos. La conservé durante muchos años, posiblemente porque en aquellos años los niños teníamos pocas cosas que conservar. Según me dijeron mis padres alguien había viajado a Andalucía para, supongo que entre otros asuntos, visitar a una monja, hija del Señor C., que llevaba hábitos en un convento sevillano.

Siempre había escuchado que en los años que siguieron a la Guerra Civil la familia del Sr. C. había pasado por muchas penalidades. El hambre siempre estaba acechando en la puerta de su casa y parece que alguna de las hijas habría fallecido inmersa en ese contexto de hambre y miseria. Creo que el Sr. C. trabajaba como peón en los ferrocarriles.

Los años de la posguerra fueron tiempos difíciles para la inmensa mayoría de los españoles y la familia del Sr. C. habría padecido las privaciones con intensidad especial. Fueron años de miseria en que, además, los hombres tenían miedo de los hombres, ya que los verdugos se habían convertido en señores de un reino de muerte. En ese tiempo muchos fu
eron apaleados y humillados, entre ellos las esposas, hijos, padres, hermanos…, de los que antes habían sido fusilados.

En nuestro barrio se contaba, siempre en voz baja, el caso escalofriante de un pobre barbero que había sido mal fusilado, de modo que quedó, todavía con vida, tirado en una cuneta cercana a la ciudad. Cuando pudo caminó unos pasos y tuvo la inmensa fortuna de ser ocultado y cuidado por unos pastores que lo encontraron. Siempre he pensado que esos hombres, con su actuación, demostraron una inmensa humanidad y una dosis similar de heroísmo. Si los verdugos hubieran descubierto el asunto, los pastores lo hubieran pagado, sin duda, con la vida.

El barbero, algún tiempo después, se incorporó de nuevo a la vida del barrio. Pasados unos años, no era extraño que me lo encontrara por la calle ya que pelaba a las personas en sus respectivos domicilios –no tenía local propio- de modo que se le veía mucho callejeando. Yo entonces era muy niño, pero siempre que me lo encontraba recordaba su triste historia y la lección de humanidad de los pastores. Nunca supe los motivos por los que había sido mal fusilado, pero no debieron ser especialmente graves ya que cuando lo conocí andaba por la calle, aparentemente sin problemas, en busca de su trabajo. Si hubiera hecho algo realmente malo –crímenes de sangre, por ejemplo- no cabe duda de que lo hubieran vuelto a fusilar. Lo cierto es que por entonces el hombre no se escondía y era conocido en el barrio por todos.

En ese contexto de hambres, privaciones y temores, la familia del Sr. C. pasó también por momentos apurados. Se rumoreaba que una de sus hijas había decidido hacerse monja buscando el modo de eludir esas penalidades extremas. Eran unos tiempos en que los hombres habían contemplado un inmenso desastre. El baño de sangre que supuso la guerra embotaba todavía sus conciencias. Anulados los sentidos por los horrores recientes y acuciados por el hambre y la miseria, no es extraño que las personas mínimamente sensibles al fenómeno religioso decidiera tomar hábitos como único medio posible de alejarse de un mundo tan terriblemente atroz e injusto.

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