A finales de 1936 o principios de 1937 mi madre, entonces una niña, fue evacuada del Madrid republicano, junto a sus dos hermanos. Un tren lentísimo los condujo al Levante, donde terminaron recalando finalmente en Villarreal de los Infantes. Allí fueron acogidos por tres familias distintas. Eduardo, el mayor de los hermanos, había recibido de mi abuela una orden clara: no debía consentir que los separaran. Los tres debían ser acogidos en la misma población.
En Villarreal, mi madre quedó bajo la custodia de una familia que en aquellos tiempos regentaba un hotelito. Tenían también una pequeña huerta de naranjos, donde ella jugaba con los hijos de esas personas que la habían acogido.
En el hotelito, frecuentado por militares republicanos, mi madre, a fin de cuentas una niña que simbolizaba la resistencia madrileña, fue tratada siempre por todos con un cariño especial, conscientes de la tragedia que en esos momentos se estaba viviendo en Madrid.
Mi madre nos habló muchas veces de la emoción que sentía al recordar aquellos tiempos en que ella fue feliz, entre las buenas gentes que la habían acogido en Villarreal, a pesar de estar alejada de sus padres, que siguieron viviendo en el Madrid sitiado.
En esos tiempos, el que habría de ser mi padre, entonces un “chaval”, había sido alistado en el ejército nacional. Se había criado en Valladolid y allí el alzamiento militar había triunfado desde el primer momento. Consciente de la inmensa tragedia que supuso la guerra civil prácticamente nunca nos habló de sus propias experiencias en esos años terribles.
Tiempo después, en un momento más avanzado de la guerra, mis abuelos fueron también evacuados de Madrid y terminaron arribando, igualmente, a Villarreal de los Infantes, buscando recuperar a sus hijos.
Siempre me ha causado sorpresa saber que cuando los franquistas entraron en Villarreal venía con ellos un sargento de la Guardia Civil que era, ni más ni menos, que cuñado de mi abuelo. Este hombre, “que mandaba mucho”, se hizo cargo de toda la familia, ya que mi abuelo –sindicalista de UGT- había muerto unos días antes.
Mi madre nunca olvidó la imagen de las carreteras levantinas, llenas de muertos en las cunetas, cuando los nacionales los evacuaron de Villarreal. Viajaban en un camión del ejército, tapados con colchonetas, y debieron de atravesar alguna zona de lucha, ya que las balas silbaban a ambos lados del camino. El conductor –nos habría de contar mi madre muchas veces- no cesaba de repetir mientras conducía frenéticamente: “¡Por Dios, recen para que ninguna bala me alcance... Si me matan a mí, morirán todos...”
Cuando las tropas nacionales entraron, finalmente, en Madrid, llegando así a su fin la guerra fratricida, mi padre fue uno de los soldados que integraban las fuerzas de ocupación. La noche anterior su grupo había pernoctado en Torrelodones. Fue uno de los hombres que desfilaron en el “Desfile de la Victoria”.
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