Cathleen Toelke
El hombre, aquella noche, se había despertado sobresaltado. Una voz, que quien sabe de donde procedía, le había dicho –de súbito- que: “el coronel sigue esperando”.
El hombre, algo aturdido, se había alzado a medias en la cama y alargando el brazo había tomado una botella de agua y bebido un par de sorbos. Aquello había terminado de despertarlo. Se sentía intranquilo. A pesar del brusco despertar no era consciente de que antes hubiera estado soñando. Cuando uno se despierta de golpe y está soñando, suele recordar el sueño, pero él no recordaba nada. Todo sugería que bruscamente, sin introducciones previas, alguien se había metido en su mente y le había grabado “a fuego” aquella enigmática frase: “el coronel sigue esperando…”
Desvelado, sin hacer ruido para no despertar a la mujer, el hombre se levantó y se encaminó al salón de la casa. Torpemente comenzó a rebuscar en su desordenada biblioteca. Al cabo de un rato terminó encontrando aquella edición de 1982 de una novela tremendamente sugestiva, que en sus años de joven maduro le había cautivado:
“El coronel –comenzaba aquel libro cuyas páginas amarillentas acusaban ya el paso de los años- destapó el tarro del café y comprobó que no había más que una cucharadita. Retiró la olla del fogón, vertió la mitad del agua en el piso de tierra, y con un cuchillo raspó el interior del tarro sobre la olla hasta cuando se desprendieron las últimas raspaduras del polvo de café revueltas con óxido de lata.
Mientras esperaba a que hirviera la infusión, sentado junto a la hornilla de barro cocido en una actitud de confiada e inocente expectativa, el coronel experimentó la sensación de que nacían hongos y lirios venenosos en sus tripas. Era octubre. Una mañana difícil de sortear, aun para un hombre como él que había sobrevivido a tantas mañanas como ésa. Durante cincuenta y seis años –desde cuanto terminó la última guerra civil- el coronel no había hecho nada distinto de esperar. Octubre era una de las pocas cosas que llegaban.
Su esposa levantó el mosquitero cuando lo vio entrar al dormitorio con el café. Esa noche había sufrido una crisis de asma y ahora atravesaba por un estado de sopor. Pero se incorporó para recibir la taza.
-Y tú –dijo.
-Ya tomé –mintió el coronel-. Todavía quedaba una cucharada grande.
En ese momento empezaron los dobles. El coronel se había olvidado del entierro. Mientras su esposa tomaba el café, descolgó la hamaca en un extremo y la enrolló en el otro, detrás de la puerta. La mujer pensó en el muerto.
-Nació en 1922 –dijo-. Exactamente un mes después de nuestro hijo. El siete de abril…”
Cuando terminó de leer las primeras páginas de aquella novela que hablaba de las soledades de un viejo coronel, el hombre –cerrando el libro- cerró también sus ojos. Recostado en la butaca, en la dormivela que acompaña a las madrugadas, intentaba encontrar alguna explicación a aquellas enigmáticas palabras que alguien le había dictado poco antes.
Estuvo así durante un tiempo cuya duración le resultaría imposible cuantificar. No fue capaz de encontrar ninguna explicación.
Volvió a abrir los ojos un par de horas después cuando escuchó que la mujer, que se había levantado, se acercaba por el pasillo. Mientras la miraba, escuchó como ella, sonriente, le decía:
-Vaya, he tenido un sueño encantador. Me habías hecho un rico café “de puchero”, de esos que ya nadie hace, y me lo habías llevado a la cama. Que bonito detalle, por tu parte. Pero claro, proseguía, solo era un sueño…
El hombre, mientras esbozaba una sonrisa tan complaciente como aturdida a su esposa, sentía –como el viejo coronel de la novela- esa extraña sensación de que algunos animales se estaban desarrollando en sus tripas. Esa voz del más allá, que quien sabe de donde venía y porqué lo hacía, también había sido escuchada por la mujer, si bien ella no había llegado a tomar conciencia clara.
La intranquilidad del hombre ante aquel doble aviso inesperado aumentó en un primer momento. No encontraba ninguna explicación a aquellas palabras, que se habían grabado en su mente utilizando medios que rompían las leyes usuales de la Psicología. Pronto, sin embargo, cuando habían pasado solamente unos minutos, ese sentimiento de temor ante lo desconocido se desvaneció. A través de un golpe de intuición, su mente, al fin, le había brindado una respuesta al enigma. Sentía, en efecto, que su alma le estaba diciendo que tenía que esforzarse por trasladar “a la vida cotidiana”, como en sus años de jóvenes, el amor intenso que sentía por aquella mujer, con la que había terminado, incluso, compartiendo los sueños.
Con los ojos levemente humedecidos, pero feliz, consciente de que tenía que esforzarse por trasladar lo que era obvio a las relaciones diarias, el hombre se levantó de la butaca y se encaminó a la cocina, en donde comenzó a trastear en los cajones de los armarios.
-¿Qué haces? –le dijo ella sorprendida.
-Busco un puchero, cariño, busco un puchero… –respondió él sonriendo.
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El hombre, aquella noche, se había despertado sobresaltado. Una voz, que quien sabe de donde procedía, le había dicho –de súbito- que: “el coronel sigue esperando”.
El hombre, algo aturdido, se había alzado a medias en la cama y alargando el brazo había tomado una botella de agua y bebido un par de sorbos. Aquello había terminado de despertarlo. Se sentía intranquilo. A pesar del brusco despertar no era consciente de que antes hubiera estado soñando. Cuando uno se despierta de golpe y está soñando, suele recordar el sueño, pero él no recordaba nada. Todo sugería que bruscamente, sin introducciones previas, alguien se había metido en su mente y le había grabado “a fuego” aquella enigmática frase: “el coronel sigue esperando…”
Desvelado, sin hacer ruido para no despertar a la mujer, el hombre se levantó y se encaminó al salón de la casa. Torpemente comenzó a rebuscar en su desordenada biblioteca. Al cabo de un rato terminó encontrando aquella edición de 1982 de una novela tremendamente sugestiva, que en sus años de joven maduro le había cautivado:
“El coronel –comenzaba aquel libro cuyas páginas amarillentas acusaban ya el paso de los años- destapó el tarro del café y comprobó que no había más que una cucharadita. Retiró la olla del fogón, vertió la mitad del agua en el piso de tierra, y con un cuchillo raspó el interior del tarro sobre la olla hasta cuando se desprendieron las últimas raspaduras del polvo de café revueltas con óxido de lata.
Mientras esperaba a que hirviera la infusión, sentado junto a la hornilla de barro cocido en una actitud de confiada e inocente expectativa, el coronel experimentó la sensación de que nacían hongos y lirios venenosos en sus tripas. Era octubre. Una mañana difícil de sortear, aun para un hombre como él que había sobrevivido a tantas mañanas como ésa. Durante cincuenta y seis años –desde cuanto terminó la última guerra civil- el coronel no había hecho nada distinto de esperar. Octubre era una de las pocas cosas que llegaban.
Su esposa levantó el mosquitero cuando lo vio entrar al dormitorio con el café. Esa noche había sufrido una crisis de asma y ahora atravesaba por un estado de sopor. Pero se incorporó para recibir la taza.
-Y tú –dijo.
-Ya tomé –mintió el coronel-. Todavía quedaba una cucharada grande.
En ese momento empezaron los dobles. El coronel se había olvidado del entierro. Mientras su esposa tomaba el café, descolgó la hamaca en un extremo y la enrolló en el otro, detrás de la puerta. La mujer pensó en el muerto.
-Nació en 1922 –dijo-. Exactamente un mes después de nuestro hijo. El siete de abril…”
Cuando terminó de leer las primeras páginas de aquella novela que hablaba de las soledades de un viejo coronel, el hombre –cerrando el libro- cerró también sus ojos. Recostado en la butaca, en la dormivela que acompaña a las madrugadas, intentaba encontrar alguna explicación a aquellas enigmáticas palabras que alguien le había dictado poco antes.
Estuvo así durante un tiempo cuya duración le resultaría imposible cuantificar. No fue capaz de encontrar ninguna explicación.
Volvió a abrir los ojos un par de horas después cuando escuchó que la mujer, que se había levantado, se acercaba por el pasillo. Mientras la miraba, escuchó como ella, sonriente, le decía:
-Vaya, he tenido un sueño encantador. Me habías hecho un rico café “de puchero”, de esos que ya nadie hace, y me lo habías llevado a la cama. Que bonito detalle, por tu parte. Pero claro, proseguía, solo era un sueño…
El hombre, mientras esbozaba una sonrisa tan complaciente como aturdida a su esposa, sentía –como el viejo coronel de la novela- esa extraña sensación de que algunos animales se estaban desarrollando en sus tripas. Esa voz del más allá, que quien sabe de donde venía y porqué lo hacía, también había sido escuchada por la mujer, si bien ella no había llegado a tomar conciencia clara.
La intranquilidad del hombre ante aquel doble aviso inesperado aumentó en un primer momento. No encontraba ninguna explicación a aquellas palabras, que se habían grabado en su mente utilizando medios que rompían las leyes usuales de la Psicología. Pronto, sin embargo, cuando habían pasado solamente unos minutos, ese sentimiento de temor ante lo desconocido se desvaneció. A través de un golpe de intuición, su mente, al fin, le había brindado una respuesta al enigma. Sentía, en efecto, que su alma le estaba diciendo que tenía que esforzarse por trasladar “a la vida cotidiana”, como en sus años de jóvenes, el amor intenso que sentía por aquella mujer, con la que había terminado, incluso, compartiendo los sueños.
Con los ojos levemente humedecidos, pero feliz, consciente de que tenía que esforzarse por trasladar lo que era obvio a las relaciones diarias, el hombre se levantó de la butaca y se encaminó a la cocina, en donde comenzó a trastear en los cajones de los armarios.
-¿Qué haces? –le dijo ella sorprendida.
-Busco un puchero, cariño, busco un puchero… –respondió él sonriendo.
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Los sueños hay que cumplirlos, o al menos intentarlo. He vuelto, pero ando con mucho trabajo y no he podido pasar hasta ahora, para disfrutar de raposas, Murillos, historias de la p... mili, y desayunos andaluces.
ResponderEliminarUn abrazo.
¡Jo,qué bonito!.La mente es mucho más sabia de lo que pensamos o sabemos.
ResponderEliminarEse hombre despertó de su letargo, gracias a la llamada de su mente que traspasó barreras para llegar también a la persona amada y un tanto olvidada.
Siempre me pregunto si los sueños no serán mucho más que eso e incluso si en verdad, la realidad no será tan sólo un sueño...
Muy bueno, Antiqva.
Besos.
Antiqvua que bonita,pero qué bonita historia.Cuánto amor hay en lo que escribes.Qué sensación tan tierna al leer el texto,que por cierto está pero que muy delicadamente construido.
ResponderEliminarEs cierto que muchas veces no sabemos manifestar todo el amor que sentimos.
Un fuerte abrazo
Demostrar el amor en el día día
ResponderEliminarHermoso relato, y hermoso sueño..bueno que los sueños nos rondan estos días Amigo ")
Encantada de leerte, como siempre.
Abrazos!
Bello... Hay que demostrar mas nuestros sentimientos, dar mas valor a esas "pequeñas" cosas que son las que en verdad llenan!
ResponderEliminarQue lindo leerte hoy!
Cuidate!
No soy de las personas que se olvidan de expresar su amor a diario y es duro porque la mayoría de las personas si que lo olvidan, y tampoco entiendo porque se ha de cambiar con el paso del tiempo, a mi eso no me sucede, por lo que es duro también, muchos besos y disfruta de todo lo bueno que te da la vida que lo mereces.
ResponderEliminarUn bello homenaje a esa novela que tanto me hizo disfrutar. La leí más metido en la niñez que en la juventud. Hay pequeños detalles en las obras literarias y en las películas que dicen mucho. Recuerdo que en Fargo de los hermanos Coen una de las escenas que más me gustó es cuando el marido se despierta inquieto ante su esposa embarazada y le prepara un desayuno de huevos.
ResponderEliminar¡Dice tanto esa simple toma!
Saludos, amigo.
Qué bonito texto tomando de referencia otro escrito de unos de mis escritores favoritos, Gabriel García Márquez. Explica como nadie el sentimiento de soledad. Le hiciste un gran homenaje.
ResponderEliminarBesos.
Voces en sueños, ¿serán mensajes del más allá o de nuestro subconciente?, de todas maneras deberiamos escucharlas...
ResponderEliminarSaludos
Chau
Jo, que lindo...
ResponderEliminarNo pude evitar esbozar una sonrisa enorme con esa última frase e imaginarme al hombre trasteando entre los cajones con mucha ilusión.
Ojalá a veces hicieramos más caso a nuestros propios sueños ¿No crees?
- Carlos Ruiz Zafón: “Los libros son espejos; solo se ve en ellos lo que uno ya lleva dentro”.
ResponderEliminarBuen relato, y buen detalle, me refiero a preparar el café
un abrazo
Me resulta difícil distinguir a los dos personajes, el coronel y el hombre que sueña y coge la novela de El coronel...
ResponderEliminarLo disfrutè tomando cafè, entre ese sueño y realidad que dan tus letras.
ResponderEliminarAbrazos.