
Aquel día, Antiqva se había levantado temprano, casi de madrugada, y sin apenas haberse mojado los ojos se había encaminado al cercano huerto para tomar un par de tomates a los que la tarde anterior había “echado el ojo”, Sabía que estaban ya en su mejor momento. No era conveniente esperar más. Era consciente, también, de que su sobrino, perezoso, a esas horas todavía no habría llegado. Sin embargo, algo contrariado, se dio cuenta de que alguien había sido testigo del acto. Era la gata blanca, Natacha, que a esas horas de la madrugada volvía de una de sus parrandas nocturnas. “También a ella le convenía callar”, pensó.
Algunas horas después, se desplazó al pueblo cercano y sin ninguna duda se encaminó a los aparcamientos del Mercadona. Entró en el establecimiento, sin prisas, y adquirió una bolsa de ensalada “Cuatro Estaciones”, de esas que vienen preparadas en bruto, con lechuga, hilos de zanahoria y col lombarda. Ofrecía la ventaja de que, por lo visto, ni siquiera hacía falta lavar los ingredientes.
Llegado el momento del mediodía y como un alumno aplicado de las enseñanzas de aquel cuento que hablaba de “voces en la noche” y de atenciones a la persona amada, se puso –sorpresivamente para María, a hacer la ensalada. El entorno había sido preparado cuidadosamente y en el equipo de música sonada “Let it be”.
Sobre una de las zonas del plato, Antiqva fue colocando la ensalada “Cuatro Estaciones” que poco antes había sacado de la bolsa de plástico. Incapaz de encontrar el posible punto de “apertura fácil”, que sin duda tenía, había roto la bolsa con los dientes.
-“Pero hombre de Dios, utiliza unas tijeras para abrir la bolsa”, le había dicho María. “Con lo listo que eres para otras cosas…”
Algo contrariado, Antiqva prosiguió con su laborioso trabajo. Con grave peligro para su integridad física había sido capaz, al fin, de abrir una lata de hojalata que contenía aceitunas rellenas de pimiento. Echó un puñadito de ellas en el plato e inmediatamente se encaminó al frigorífico, de donde extrajo un pepino y un tomate, este último de considerable tamaño. Si, uno de esos a los que su sobrino también había “echado el ojo”, sin duda, la tarde anterior.
Tras un proceso de laborioso lavado de los materiales, Antiqva procedió a trocear el tomate y a partir en rodajas, más o menos homogéneas, el pepino. Terminó volcando todo ello en el plato.
Acto seguido, nuestro hombre, algo emocionado, colocó “su creación” sobre aquel tan querido mantel de plástico, todo él floreado. Oh, que encanto tan especial tienen estos manteles tan ordinarios y rústicos…
Al poco, Antiqva, que había abandonado la cocina, retornó con su máquina fotográfica digital. María, que lo vio llegar, no se podía creer lo que estaba viendo:
-“Pero bueno, para una vez que haces la ensalada, hasta vas a tirar una foto…”, dijo.
-“Claro –respondió nuestro hombre-, y tan pronto como pueda la mandó al blog.”
-“¡Qué barbaridad!”, sentenció la mujer, mientras Antiqva disparaba un par de fotos, con flash, a su –para él- riquísima creación.
Mientras tanto, los aullidos de Natacha, la gata pendeja, que había encontrado abierta la puerta de la casa y se había colado, a cuatro patas y con gesto fiero, en el pasillo, insistían una y otra vez:
-“Antiqva, ¿Qué pasa hoy…? ¿No me vas a dar de comer…?”
-“Si, si…” –respondió el hombre, algo atolondrado y a punto de perder los nervios-, “ahora mismo, cielo…”
