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domingo, 16 de septiembre de 2007

COLEGIO DE TALEGA


Aquel día mi padre llegó a casa con un taburete de madera. Cuando dijeron que era para mí, entonces un niño de cuatro años, sentí una gran alegría. Era un taburete de reducidas dimensiones, apropiado para ser utilizado por un niño. Estuve toda la tarde sentándome y levantándome de él. Era, sin duda, un juguete que me habían regalado por algún motivo que yo ni siquiera me planteé.

A la mañana siguiente todo quedó aclarado. Mi madre me llevó, a media mañana, a una casa en la que una jovencita se esforzaba por entretener a un grupo de diez o doce chiquillos. Era lo que entonces se llamaba un “colegio de talega”, en el que la señorita se hacía cargo de un reducido grupo de niños a los que tenía distraídos durante la mañana enseñándoles alguna canción y, si llegaba el caso, a garabatear las primeras letras y números. Recuerdo que la “talega” ocupaba una habitación de una casa molinera en la calle Arca Real, cerca de una antigua panadería, El Fiel, a la que mi madre acudía todas las mañanas a comprar el pan.

Era una escuela, si se podía llamar así, tan inusual que los niños teníamos que llevar cada uno nuestro propio taburete para poder sentarnos; por supuesto no había mesas ni ningún material de tipo didáctico, ni siquiera un encerado. Los niños llegábamos allí, cada día, portando nuestro taburete y nuestra pequeña pizarra.

Con mucha frecuencia, la jovencita –desconozco si tenía o no la titulación de maestra, algo que en todo caso carecía de interés- nos dejaba salir a un pequeño patio, en el que los chiquillos jugábamos felices. En aquellos tiempos, dada nuestra edad, nuestros padres no tenían interés en que aprendiéramos nada. Se trataba de que la señorita nos tuviera entretenidos unas horas, que para nosotros pasaban felices jugando en el patio o canturreando canciones. Es cierto, sin embargo, que en la “talega”, suavemente, nos íbamos acostumbrando a admitir cierta disciplina y, sobre todo, a estar encerrados, lo que nos sería de utilidad cuando ingresáramos en un colegio “de los normales”.

Frecuentemente, alguna de las madres, cuando volvía de comprar el pan, se asomaba por uno de los ventanucos que daban a la calle para ver lo que hacíamos en el pequeño cuarto. Ese era el momento apropiado para que la señorita, diligente, nos hiciera cantar alguna cancioncilla. Oyéndonos cantar, la madre curiosa apreciaba que dentro “todo iba bien”.

Creo que estuve en la “talega” solamente unos meses. De allí pasé al Colegio Nacional Miguel de Cervantes, en el que pronto comenzarían a enseñarme cosas.

2 comentarios:

  1. Y ahora cabe preguntarse, con más instrumentos, espacios, herramientas, "maestros", ¿ha cambiado en algo la educación preescolar?...
    Interesante blog, un saludo!

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  2. Amiga Cristina

    En los "medios técnicos" todo ha cambiado enormente en los ultimos tiempos. En las cosas "sencillas", sin embargo, no creo que haya cambiado nada realmente.

    Lo esencial del mundo ya estaba hecho hace miles de años, cuando griegos y romanos lo inventaron casi todo.

    La ingenuidad de un niño es, afortunadamente, hoy la misma que hace dos mil años. Quizás sea de las pocas cosas interesantes que se mantienen.

    Un saludo

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Gracias, siempre, por tus palabras...