
IMÁGENES Y PALABRAS HA LLEGADO A SU ENTRADA NÚMERO 500
En el que quizás sea el primer recuerdo que tengo me veo, con cierta nitidez a pesar del tiempo pasado, sentado en una inmensa mesa hecha con tablones de madera (posiblemente la recuerdo tan grande porque Antiqva era muy niño). Estoy en la galería descubierta que se habría al patio interior y contemplo como la gata Perona, siempre hambrienta, se está atragantando con las escasas sobras de comida. Al poco, el pequeño Antiqva, enfrente de la gata, sentado, entre risas, consciente de que está siendo contemplado por su madre y su hermana, está canturreando una antiquísima canción: “Cocinero, cocinero…”, que posiblemente habrá escuchado hace un momento en la radio. Precisamente, estos días pasados pude localizar en ese rincón de sueños que es YouTube esa entrañable –para uno- cancioncilla.
Todo parece sugerir, como podréis ver, que en aquellos tiempos nebulosos Antiqva debía ser un pequeño diablo. En estos momentos parece que estoy escuchando como mi madre, algo sofocada, habla con mi abuela:
-“Madre –le dice-, el niño “nos ha salido” llorón… Por las noches se pone a llorar y no nos deja dormir… No sabemos cuantas noches llevamos sin poder “pegar un ojo”… Vaya con el niño…”
-“Pero Leo –le responde mi abuela- eso tiene una solución sencilla. Cuando el niño se despierte por la noche, le llevas a la cocina y le dejas allí jugando. Verás como se entretiene el solito. Se ve que es un niño vital y no necesita dormir mucho. Tú, hija, tranquila, le pones los zapatitos y dejas que juegue en la cocina.”
No fue necesario que mi abuela dijera aquello dos veces. Mi madre, tan bondadosa como ingenua, esa misma noche, cuando Antiqva comenzó a llorar, no lo dudó. Al poco, el niño estaba en la cocina, que era el lugar más caliente de la casa, él solo, para que se entretuviera con sus juegos.
Lo que no podía sospechar Leo, ni mi abuela, es que antes de que la primera hubiera podido llegar siquiera a la cama, Antiqva, que había abierto las puertas del armario de la cocina, había sacado de su interior varias sartenes, pucheros y cacharros, y maravillado con los metálicos ruidos que producían se había puesto, enloquecido, a golpear con una de las sartenes a los pucheros y cazuelas que había antes desparramado por el suelo.
Los gritos de las vecinas, al momento, rompieron el desarrollo de la infantil “cacerolada”:
-“Leo, Leo… -chillaba la señora Elena- ¿Qué pasa en tu cocina, que parece que se está cayendo todo…? ¿Ay, Dios mío, habrá que avisar a los bomberos…? –preguntaba a voces la señora Jesusa-…”
-“No, no…, no pasa nada… -se escuchó decir a mi madre-, es que el niño está jugando…”
Fue entonces cuando mi madre –estremecida- sintió que el atronador vocerío de la vecindad se incrementaba hasta alcanzar niveles insospechados. Parece ser –me habría de contar mucho tiempo después, entre risas, que en aquella casa, en la noche, nunca nadie había gritado así:
-“Pero Leo, mujer, por Dios, sujeta al niño, que nuestros maridos tienen que madrugar… Menuda “escandalera”… Vaya con el angelito… Pero a quien se le ocurre…”
Aquel entrañable acontecimiento habría de tener varias consecuencias que incidirían en el posterior desarrollo de Antiqva: de un lado, su madre, una adorable jovencita, maduró “de golpe” y dejó de prestar esa atención tan especial a algunos de los consejos de mi abuela; de otro, Antiqva supo pronto lo poco entrañable que resultaba que a uno le arrearan con la mano, suavemente, en ese adorable lugar en el que la espalda termina perdiendo su bello nombre.