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martes, 21 de abril de 2009

HOMBRES EN LA SIERRA

Imagen: Antiqva







DE FRÍOS Y MUERTES - III




Fueron dos las señales que hicieron que Lino Carmona, sargento de la Guardia Civil, tomara conciencia de su inminente muerte. La primera fue oír, en la noche, el canto de un búho. Diego “El Lobo” lo había imitado magistralmente. El sargento, cuando lo escuchó, instintivamente, dejó de amenazar a la muchacha y abrió sus ojos intentando atravesar con su mirada la oscuridad del monte. Supo de inmediato que los hombres de la partida de “Los Lobos” estaban en los alrededores del cortijo. Un segundo después le llegó la segunda señal: un balazo, disparado por uno de los bandidos que todavía seguían defendiendo la causa perdida de una España comunista, atravesó el pecho de su subordinado Fernando Valdés, que en ese momento apuntaba con su fusil a la madre de la muchacha. Ante esas dos señales, Lino Carmona, que por primera vez en su vida no sintió que ningún espasmo de frío abandonara el cuerpo del guardia muerto, comprendió, al fin, que todo había llegado a su término.

Lino Carmona, que había combatido en una unidad falangista, se había incorporado en 1939 a la Guardia Civil una vez que las tropas nacionales habían alcanzado la victoria sobre la España roja. Fue destinado a diversos puestos de la provincia de Córdoba y en 1945, cuando la partida de “Los Lobos” seguía moviéndose por Sierra Morena, Lino -ascendido a sargento- actuaba como comandante del puesto de la Benemérita en Moroviejo. Sus hombres se dedicaban, casi en exclusiva, a perseguir a los hombres de la sierra haciendo continuas batidas por los montes.

Los huidos que integraban la partida de “Los Lobos”, bandidos para unos y soldados para otros, cuando finalizó la guerra habían hecho saber que “ni se iban a entregar a los franquistas ni se iban a marchar de España”, de modo que con buena parte de su armamento habían abandonado las trincheras que defendían y se habían “perdido”, como tantos otros, en la Sierra. Hombres como Lino Carmona, incapaces de vivir sin saborear el dolor, la sangre y la muerte, habían recibido la orden de perseguir a esos huidos que en las directrices del Partido Comunista estaban integrados en la Tercera Agrupación Guerrillera de España, con un ámbito de influencia que abarcaba las provincias de Córdoba y Badajoz. Dionisio Tellado Vázquez, conocido como “Mario de Rosa”, un maestro madrileño que en 1943 se había evadido de la prisión de Alcalá de Henares, había sido enviado por la dirección del partido con el ánimo, precisamente, de que coordinara las actuaciones de los diversos grupos de guerrilleros que se movían por las sierras de Córdoba. Julián Caballero Vacas, antiguo alcalde comunista de Villanueva de Córdoba también ejercía su autoridad sobre esos grupos, ostentando su condición de jefe local.

Por entonces, Lino Carmona, que había visto morir a toda su familia en los años de la guerra, se había transformado en un ser que ansiaba, cada vez más, absorber los intensos fríos que emanan de los muertos. Todo parecía sugerir que Lino, para conservar viva alguna parte de su alma, necesitaba de ese frío despiadado que desprenden los inocentes cuando son asesinados. Quizás ese fue el motivo de que durante los años de la guerra, Lino siempre se presentara voluntario cuando había que formar un pelotón de fusilamiento. Nadie sería capaz de decir contra cuantas personas había disparado en estos años. En 1945, cuando perseguía a “Los Lobos” con un ensañamiento difícil de imaginar, tenía 27 años.

Todo se había precipitado cuando en un encuentro fortuito en la sierra con un grupo de cazadores, los huidos habían matado a varios terratenientes y falangistas que los habían sorprendido cuando ellos estaban pescando en un riachuelo. Los falangistas se habían empeñado en identificarlos y varios “Lobos” que vigilaban parapetados abrieron fuego, sin miramiento, sobre ellos. El suceso produjo en Córdoba una inmensa conmoción. Unos días después la Delegación Nacional de Sindicatos habría de organizar una colecta para recaudar fondos con los que ayudar económicamente a las familias de los falangistas que habían encontrado la muerte en ese desafortunado encuentro.

A raíz de esas muertes, los jefes de los puestos de la Guardia Civil habían recibido la orden de estrechar el cerco sobre “Los Lobos”. Los Grupos Móviles debían rastrear la sierra y dar escarmiento a los bandidos. Lino Carmona, enfurecido por los crímenes, había ordenado a sus hombres que establecieran nuevos apostaderos en puntos elevados de la sierra, para desde allí, ocultos, vigilar cualquier movimiento sospechoso. Cuando el sol se ponía, los guardias vigilaban sobre todo los cortijos y chozas, ya que era frecuente que los huidos, en la noche, bajaran a esos lugares para hacerse con provisiones, unas veces con la colaboración de sus moradores, simpatizantes de una causa perdida, otras, sencillamente, robándolos.

Aquella mañana, Antonio “El Perico”, un piconero que se movía por la sierra y que actuaba como confidente de la Benemérita, había acudido al puesto de Moroviejo para poner en conocimiento del sargento que sospechaba que “Los Lobos” estaban siendo apoyados por Felipe “El Calderón”, que con su mujer y su hija habitaban en el cortijo que todos conocían como “Hoyón de la Higuera”. Hizo saber el confidente, para precisar más, que unas semanas antes, en un encuentro fortuito, un grupo de huidos le había robado su chaquetón y algunas provisiones y ayer, cuando pasaba por el “Hoyón de la Higuera” había reparado con sorpresa en que “El Calderón” lo llevaba puesto. Sin duda, los bandidos se lo habían entregado a cambio de alimentos o medicinas. Todo hacía sospechar, además, que Mariana, su hija, que presentaba signos claros de estar embarazada, podría ser la novia de alguno de esos miserables “Lobos”.

Lino Carmona, de inmediato, con dos hombres, se encaminó al “Hoyón de la Higuera”. En el camino se les incorporaron otros tres guardias que vigilaban en uno de los apostadores de la sierra por cuyas inmediaciones pasaron. Cuando llegaron al cortijo estaba anocheciendo. Lino debería haber esperado a que amaneciera, ocultos sus hombres en la espesura, antes de irrumpir en el cortijo, pero la ansiedad no se lo permitió. Sin duda se equivocó.

Dado que “El Calderón” no supo explicar de manera convincente los motivos por los que tenía en su poder el chaquetón del piconero y que una y otra vez argumentó, entre los dolores de la tortura, que no sabía nada de los bandidos, Lino Carmona –enfurecido- disparó contra él su pistola. El hombre, muerto en el acto, se desplomó en el suelo. Había que hacer hablar, ahora, a Rosalía, su esposa, y a Mariana, la mujer a la que alguno de los huidos había dejado embarazada.

Algo nervioso al tomar conciencia de que había oscurecido, Lino Carmona hizo poner a la embarazada, de rodillas, delante de él. “Los ojos al suelo… ¡No te atrevas a mirarme!...” –exclamo el sargento. Y dirigiéndose a la madre: “¡Dime donde se ocultan “Los Lobos” o mato a tu hija ahora mismo…!” La mujer, rota por el dolor, estaba siendo encañonada por el fusil del guardia Fernando Valdés.

Fue entonces cuando Diego “El Lobo”, antiguo capitán de las “Milicias de Jaén”, que se había negado a entregarse a los franquistas cuando terminó la guerra, hizo la señal que sus hombres esperaban. Se escuchó –en la noche- el canto de un búho y un instante después Fernando Valdés, perdida la mirada, caía derrumbado.

En ese momento, Lino Carmona, con su pistola apuntando a la nada de la noche, estaba siendo encañonado por Secundino Pajares, un hombre que en su juventud había trabajado en las minas de “El Terrible” y que durante la guerra había sido experto dinamitero. Cuando, con su viejo mosquetón, disparaba a una distancia inferior a los cincuenta metros mostraba una puntería infalible. Esta vez tampoco falló. Menos de treinta metros separaban el cortijo de la encina en la que él estaba parapetado. Lino Carmona, desfigurado su rostro por el proyectil, murió en el acto. Antes de que su cuerpo se desplomara en la tierra un segundo balazo atravesó su pecho destrozando en mil pedazos el escapulario protector que el hombre llevaba colgado del cuello.

A los pocos minutos todo había terminado. Solo dos de los guardias civiles pudieron eludir el cerco de los guerrilleros. Los demás yacían muertos. Rosalía y Mariana huyeron con “Los Lobos”. No hubo tiempo, siquiera, de dar sepultura al cuerpo de Felipe “El Calderón”. Los huidos sabían que cuando llegara el nuevo amanecer deberían estar, para salvar sus vidas, en su refugio del “Rodadero de los Cochinos”, a más de 15 kilómetros en línea recta del viejo, y desde entonces abandonado, cortijo.
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8 comentarios:

  1. Hola, tremendo relato, me parecio una de esas peliculas de los 70's jejjeje, me gusto, esa epoca de guerrilas, y de dictaduras, donde la vida de las personas como que valian muy poco.
    Besitos siempre
    Janeth

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  2. Ya sabes qué opino de estas crueldades, de estos hechos deleznables en los que las personas dejaron de serlo,convirtiéndose en seres sin alma ni corazón...
    Sólo me atrevo a pedir que nunca más vuelva a ocurrir tamaño desastre, ni siquiera en la imaginación...
    Besos.

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  3. Como creo que ya te he comentado anteriormente, estos episodios no deberían olvidarse nunca.
    Tan solo los que los hemos vivido, aunque sea a través de nuestros antecesores, sabemos de su sufrimiento.

    Un abrazo

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  4. Por desgracia, el ser humano es como es: bastante idiota. Y por mucho q se sepa, se vuelven a repetir las mismas cosas, tropezamos y tropezamos en las mismas o parecidas piedras, y hay siempre detrás mucho dolor.
    Besicos.

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  5. Dicen que "quien a hierro mata, a hierro muere"...

    Y creo que las situaciones a las que más se aplica esta máxima es en estas, las de "fríos y muertes", propias de las guerras.

    El párrafo que más me gusto e impresionó de este relato, es aquel en el que describes cómo Lino Carmona no podía vivir sin sentir el fío de la muerte. Y eso me hace pensar que, definitivamente, quienes viven los horrores de la guerra, tal vez por destino como Lino, o por azar como los inocentes que nacieron en el tiempo y el lugar equivocados; definitivamente no tienen la misma visión del mundo que los demás y, ciertamente, no tienen la misma actitud ante la vida.

    Me pongo a pensar lo que es vivir en la compañía inminente de la muerte, rodeados por su frío a cada instante. Lo que es tener la certeza de que una bala o una explosión nos podría llevar al encuentro de nuestro último segundo en esta tierra. Escuchar el incesante estruendo de los ataques, los llantos de quienes tienen que afrontar una despedida intempestiva... En fin...

    Y creo que la humanidad ha sido capaz de autoinflingirse los más terribles tormentos...

    Me pregunto qué sentiría Lino en el último suspiro. Me pregunto cómo recibiría a su propia muerte, cuando fue el que la trajo a tantos otros y cómo serían las imágenes de sus asuntos pendientes, que se resolvían en su último suspiro...

    Y bendigo la hora en que tan solo imagino esos horrores... Y espero que no tenga que vivirlos nunca jamás.

    besos, amigo... Como siempre, tu relato ha calado hondo ;)

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  6. Querido Antiqva que historia más conmovedora y qué bien Narrada.
    A veces, los seres humanos perdemos el hilo de la cordura y
    obedecemos a unas leyes crípticas y sin explicaciones formales.
    Cómo me gustan esos símbolos que cada uno nos vamos forjando en nuestra psicología y que se arraigan hasta ser oráculos que determinan acciones decisivas y que no dejan de ser meras quimeras a las que se les ha dado significaciones trascendentales o deterministas.
    Inuits

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  7. Una historia impresionante que, deduzco, se basa en hechos reales. Me ha impresionado especialmente lo que dices de Lino, que necesitaba del frío de los muertos... La brutalidad, aunque sea conocida, siempre nos sorprende (y nos horroriza). Un abrazo muy fuerte.

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  8. Sólo saludarte, no he terminado el relato, volveré con más calma.

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Gracias, siempre, por tus palabras...