El origen remoto de Machado estuvo signado por aguas y delfines; su fin, a la orilla del mar, cerca de unas barcas de pescadores. Y, entre medio, el tiempo que lo torturó. Pero dejemos la palabra a Juan de Mairena; para que valga el símbolo, el tiempo preciso no cuenta: algo así como el retablo folklórico anclado en unos años en que fueron posibles todos los prodigios:
“Otro acontecimiento, también importante, de mi vida es anterior a mi nacimiento. Y fue que unos delfines, equivocando su camino y a favor de la marea, se habían adentrado por el Guadalquivir, llegando hasta Sevilla. De toda la ciudad acudió mucha gente, atraída por el insólito espectáculo, a la orillo del río, damitas y galanes, entre ellos los que fueron mis padres, que allí se vieron por vez primera. Fue una tarde de sol, que yo he creído o he soñado recordar alguna vez”.
Y el mar vuelve a aparecer. Con el ejército republicano en retirada, el 27 de enero de 1939, van unas sombras humanas. Aún dura la de aquella muchachita que se casó en 1873, pero ahora es una pobre mujer huyendo en una ambulancia. Los fugitivos quedan abandonados en la frontera, diluvia, los papeles del hijo se dejan en el vehículo. (“La madre de don Antonio, de ochenta y cinco años, con los cabellos mojados, era una belleza trágica.”) Les dan pan blanco y queso. En un coche puede entrar el poeta enfermo; sobre sus rodillas se acomoda la madre. Los dos van hacia la morada de la eterna quietud; no sobre delfines, sino a través de funcionarios burocráticos. Cerbere. Colliure. Ya era el 28 de enero. Una sola vez salió el poeta de la pensión; viendo las barcas de pescadores, dice a su hermano Pepe: “¡Si pudiera vivir detrás de una de estas ventanas, libre de todas preocupaciones!”. El 19 de febrero empeoró y moría una semana después. Los símbolos vuelven: era un miércoles de ceniza, frente quedaba el mar. La madre, tierra, mar, soledad desde 1893, ya no hacía falta para más desamparos; era la lamparilla que se extinguía cuando falta el aceite. Dos días después, el 25 de febrero, iba en busca del hueco recién abierto para el hijo. Entre aquel jubiloso salto de delfines y este mar gris de febrero había vivido un grandísimo poeta. Eran unos años -¿muchos, pocos?- en los que el tiempo no se detuvo, pero que ahora, al contemplar una obra sin límites, se nos antojan muchísimos, o muy pocos para lo que quisiéramos tener. El último verso del poeta, solo, aislado, reza simplemente: “Estos días azules y este sol de la infancia.” Volvía el tiempo, el gran tema de Machado, pero buscando premoniciones en sus versos -¿cuántas veces se recordó el Autorretrato?-, la mañana del 24 de febrero había sido entrevista y, fatal, se había cumplido.
Manuel Alvar (Prólogo a las Poesías completas de Antonio Machado).
“Otro acontecimiento, también importante, de mi vida es anterior a mi nacimiento. Y fue que unos delfines, equivocando su camino y a favor de la marea, se habían adentrado por el Guadalquivir, llegando hasta Sevilla. De toda la ciudad acudió mucha gente, atraída por el insólito espectáculo, a la orillo del río, damitas y galanes, entre ellos los que fueron mis padres, que allí se vieron por vez primera. Fue una tarde de sol, que yo he creído o he soñado recordar alguna vez”.
Y el mar vuelve a aparecer. Con el ejército republicano en retirada, el 27 de enero de 1939, van unas sombras humanas. Aún dura la de aquella muchachita que se casó en 1873, pero ahora es una pobre mujer huyendo en una ambulancia. Los fugitivos quedan abandonados en la frontera, diluvia, los papeles del hijo se dejan en el vehículo. (“La madre de don Antonio, de ochenta y cinco años, con los cabellos mojados, era una belleza trágica.”) Les dan pan blanco y queso. En un coche puede entrar el poeta enfermo; sobre sus rodillas se acomoda la madre. Los dos van hacia la morada de la eterna quietud; no sobre delfines, sino a través de funcionarios burocráticos. Cerbere. Colliure. Ya era el 28 de enero. Una sola vez salió el poeta de la pensión; viendo las barcas de pescadores, dice a su hermano Pepe: “¡Si pudiera vivir detrás de una de estas ventanas, libre de todas preocupaciones!”. El 19 de febrero empeoró y moría una semana después. Los símbolos vuelven: era un miércoles de ceniza, frente quedaba el mar. La madre, tierra, mar, soledad desde 1893, ya no hacía falta para más desamparos; era la lamparilla que se extinguía cuando falta el aceite. Dos días después, el 25 de febrero, iba en busca del hueco recién abierto para el hijo. Entre aquel jubiloso salto de delfines y este mar gris de febrero había vivido un grandísimo poeta. Eran unos años -¿muchos, pocos?- en los que el tiempo no se detuvo, pero que ahora, al contemplar una obra sin límites, se nos antojan muchísimos, o muy pocos para lo que quisiéramos tener. El último verso del poeta, solo, aislado, reza simplemente: “Estos días azules y este sol de la infancia.” Volvía el tiempo, el gran tema de Machado, pero buscando premoniciones en sus versos -¿cuántas veces se recordó el Autorretrato?-, la mañana del 24 de febrero había sido entrevista y, fatal, se había cumplido.
Manuel Alvar (Prólogo a las Poesías completas de Antonio Machado).
...
Daba el reloj las doce... y eran doce
Golpes de azada en tierra...
...¡Mi hora! –grité- ... El silencio
me respondió: -No temas;
tú no verás caer la última gota
que en la clepsidra tiembla.
Dormirás muchas horas todavía
Sobre la orilla vieja,
y encontrarás una mañana pura
amarrada tu barca a otra ribera.
Antonio Machado (Del camino).
Golpes de azada en tierra...
...¡Mi hora! –grité- ... El silencio
me respondió: -No temas;
tú no verás caer la última gota
que en la clepsidra tiembla.
Dormirás muchas horas todavía
Sobre la orilla vieja,
y encontrarás una mañana pura
amarrada tu barca a otra ribera.
Antonio Machado (Del camino).
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