Medina Azahara
.
Desgraciadamente, a la muerte de al-Hakam II las cosas habrían de cambiar. Al-Mansur b. Abi Amir (el Almanzor de las fuentes cristianas), que detentó el poder de modo dictatorial en al-Andalus en tiempos de Hisham II, hijo y sucesor de al-Hakam II, fue una persona que en los primeros momentos padeció una cierta aversión por parte de los círculos de juristas malikíes. En efecto, estaba considerado un musulmán muy tibio, de ideas demasiado liberales en su juventud.
Para conseguir desarmar a sus adversarios, al-Mansur, hombre de estado donde los haya, tomó una decisión drástica. Hizo traer a los ulemas a su presencia, los llevó a la biblioteca real del Alcázar y les pidió su ayuda para expurgar de ella todos aquellos libros que tratasen de filosofía, astronomía o que, en general, estuvieran incluídos en las denominadas ciencias ilícitas; en suma, todas aquellas materias que resultasen poco gratas ante la mirada inquisitorial de los teólogos malikíes.
Con la ejecución de este acto público, con el que deseaba proclamar su más férrea ortodoxia, al-Mansur, pasaría en el futuro a ser considerado como uno de los adalides de la religión, rodeándose de ulemas y teólogos a los que colmó de favores. Una inmensa hoguera fue alimentada por miles de manuscritos en los que al-Hakam había intentado recopilar los conocimientos de las ciencias pretéritas. Todos aquellos libros que trataban de lógica, astrología y otras disciplinas de los antiguos, excepto los libros de medicina y matemáticas, encontraron su destino final en el fuego redentor de al-Mansur, quien argumentaba que esas ciencias habían sido abandonadas por sus predecesores y vituperadas por el dicho de sus autoridades. Eran libros odiados y quien los leyera era acusado de sospechoso de heterodoxia y herejía.
Acontecimientos como este y otros similares que habrían de producirse en los siglos siguientes, tanto por parte de los propios musulmanes como de los inquisidores católicos, hacen que estimemos acertadas las palabras de Ribera y Tarragó, arabista eminente que en los últimos años del siglo XIX, nos decía que: “En España se ha tenido por muchos siglos como fiesta y regocijo muy popular la quema de manuscritos árabes: pocas naciones del mundo habrán disfrutado tantas veces de ese placer, en que se han emulado todos, musulmanes y cristianos; pero no se crea que ha sido por desdeñar la ciencia o por odio a la instrucción, no; al contrario, por excesivo entusiasmo o exaltado cariño a los ideales, cosa propia de nuestro carácter nacional. En pueblos atrasados donde no se sabe apreciar debidamente el valor de los libros, ni los escriben, ni los queman; más en países como el nuestro en que fue pronto notoria la virtualidad que llevan en su seno, como instrumento o medio de difusión de las ideas, apelóse a la quema para que no se propagaran doctrinas perniciosas o heréticas, contrarias a las creencias que la generalidad tuvo por más sanas”.
Tras la quema de libros de al-Mansur, el populacho de Córdoba, enfervorecido, no dudó en aplaudir la terrible decisión. La inmensa hoguera fue la culpable de que miles y miles de libros que penosamente habían sido recuperados por al-Hakam fuesen ahora perdidos y olvidados. Muchos conocimientos conseguidos por el hombre a través de siglos de estudio se esfumaron, sin más, entre el humo de las fogatas. Se sabe que al-Mansur, con sus propias manos, fue uno de los hombres que procedió a arrojar los manuscritos ilícitos al fuego. Dozy, profundizando en el comportamiento de al-Mansur, descubrió que desde entonces este hombre, convertido ahora en un musulmán intensamente ortodoxo, se puso a copiar el Corán igualmente con sus propias manos, y tan pronto como lo tuvo ultimado siempre que se ponía en camino, en sus frecuentes viajes militares, llevaba consigo esa copia.
Desgraciadamente, a la muerte de al-Hakam II las cosas habrían de cambiar. Al-Mansur b. Abi Amir (el Almanzor de las fuentes cristianas), que detentó el poder de modo dictatorial en al-Andalus en tiempos de Hisham II, hijo y sucesor de al-Hakam II, fue una persona que en los primeros momentos padeció una cierta aversión por parte de los círculos de juristas malikíes. En efecto, estaba considerado un musulmán muy tibio, de ideas demasiado liberales en su juventud.
Para conseguir desarmar a sus adversarios, al-Mansur, hombre de estado donde los haya, tomó una decisión drástica. Hizo traer a los ulemas a su presencia, los llevó a la biblioteca real del Alcázar y les pidió su ayuda para expurgar de ella todos aquellos libros que tratasen de filosofía, astronomía o que, en general, estuvieran incluídos en las denominadas ciencias ilícitas; en suma, todas aquellas materias que resultasen poco gratas ante la mirada inquisitorial de los teólogos malikíes.
Con la ejecución de este acto público, con el que deseaba proclamar su más férrea ortodoxia, al-Mansur, pasaría en el futuro a ser considerado como uno de los adalides de la religión, rodeándose de ulemas y teólogos a los que colmó de favores. Una inmensa hoguera fue alimentada por miles de manuscritos en los que al-Hakam había intentado recopilar los conocimientos de las ciencias pretéritas. Todos aquellos libros que trataban de lógica, astrología y otras disciplinas de los antiguos, excepto los libros de medicina y matemáticas, encontraron su destino final en el fuego redentor de al-Mansur, quien argumentaba que esas ciencias habían sido abandonadas por sus predecesores y vituperadas por el dicho de sus autoridades. Eran libros odiados y quien los leyera era acusado de sospechoso de heterodoxia y herejía.
Acontecimientos como este y otros similares que habrían de producirse en los siglos siguientes, tanto por parte de los propios musulmanes como de los inquisidores católicos, hacen que estimemos acertadas las palabras de Ribera y Tarragó, arabista eminente que en los últimos años del siglo XIX, nos decía que: “En España se ha tenido por muchos siglos como fiesta y regocijo muy popular la quema de manuscritos árabes: pocas naciones del mundo habrán disfrutado tantas veces de ese placer, en que se han emulado todos, musulmanes y cristianos; pero no se crea que ha sido por desdeñar la ciencia o por odio a la instrucción, no; al contrario, por excesivo entusiasmo o exaltado cariño a los ideales, cosa propia de nuestro carácter nacional. En pueblos atrasados donde no se sabe apreciar debidamente el valor de los libros, ni los escriben, ni los queman; más en países como el nuestro en que fue pronto notoria la virtualidad que llevan en su seno, como instrumento o medio de difusión de las ideas, apelóse a la quema para que no se propagaran doctrinas perniciosas o heréticas, contrarias a las creencias que la generalidad tuvo por más sanas”.
Tras la quema de libros de al-Mansur, el populacho de Córdoba, enfervorecido, no dudó en aplaudir la terrible decisión. La inmensa hoguera fue la culpable de que miles y miles de libros que penosamente habían sido recuperados por al-Hakam fuesen ahora perdidos y olvidados. Muchos conocimientos conseguidos por el hombre a través de siglos de estudio se esfumaron, sin más, entre el humo de las fogatas. Se sabe que al-Mansur, con sus propias manos, fue uno de los hombres que procedió a arrojar los manuscritos ilícitos al fuego. Dozy, profundizando en el comportamiento de al-Mansur, descubrió que desde entonces este hombre, convertido ahora en un musulmán intensamente ortodoxo, se puso a copiar el Corán igualmente con sus propias manos, y tan pronto como lo tuvo ultimado siempre que se ponía en camino, en sus frecuentes viajes militares, llevaba consigo esa copia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Gracias, siempre, por tus palabras...