Cuando el aire, suprema compañía,
ocupa el sitio de los que se fueron,
disipa sus olores, sus gestos, sus sonidos
y vuelve único a llenar
el orden natural de su silencio,
él, a cuyo infinito alrededor se ciñen
la medianoche, el mediodía
(horizontes de ausente plata o más allás de oro)
se queda con el aire en su lugar,
dulcemente apretado por la atmósfera
de la azul propiedad eterna.
Puede olvidar, callar, gritar entonces dentro
la palabra que llega del redondo todo,
redondo todo solo;
que el centro escucha en círculo
resuelto desde siempre y para siempre;
que permanece leve y firme sobre todo;
la vibrante palabra muda,
la inmanente,
única flor que no se dobla,
única luz que no se extingue,
única ola sin fracaso.
De todos los secretos blancos, negros,
concurre a él en eco, enamorada,
plena y alta de todos sus tesoros,
la profunda, callada, verdadera
palabra,
que sólo él ha oído, oye, oirá en su vigilancia.
La carne, el alma unas de él, en su aire,
son entonces palabra:
principio y fin,
presente sin más vueltas de cabeza,
destino, llama, olor, piedra, ala, valederos,
vida y muerte,
nada o eternidad: palabra entonces.
Y él es el dios absorto en el principio,
completo y sin haber hablado nada;
el embriagado dios del suceder,
inagotable en su nombrar preciso;
el dios unánime en el fin,
feliz de repetirlo cada día todo.
Juan Ramón Jiménez (La estación total - Poeta y palabra)
-El poeta nos habla del silencio con que se expresa el alma del universo, un alma que es una especie de conciencia general de la humanidad, constituido por la suma de conciencias individuales “de los que se fueron”.
-La actividad poética no sería sino una conciencia vigilante que escucha en la “profunda, callada, verdadera palabra…, que llega del redondo todo”, un “todo” que es el alma del universo.
-El “todo”, en suma, se concreta como la conciencia conseguida “de los que se fueron”, de modo que a través del poeta, que ha escuchado a ese “todo”, se está expresando la “conciencia total” de la humanidad.
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