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miércoles, 9 de enero de 2008

CARICIAS



Alguien dijo alguna vez que Dios creó a los gatos para que el hombre pudiera sentir el placer de acariciar a una fiera. Por motivos obvios, sin embargo, no es cosa sencilla, ni mucho menos, acariciar a un gato de esos que no tienen dueño, de esos que están acostumbrados a vivir en el campo, silvestres, a su aire, cazando en la noche pájaros y otros animalillos para conseguir su diaria ración de alimento.

Los fines de semana, cuando dejamos la ciudad, es frecuente que acudan a los alrededores de nuestra casa algunos gatos que maullando discretamente nos piden alguna sobra de comida. Viven salvajes, pero cuando nos oyen suelen hacerse visibles. Confían, sin duda, en “pillar” algo de alimento.

Evidentemente, nos conocen pero a pesar de que nunca hemos actuado de manera violenta contra ellos, lo cierto es que saben guardarnos la distancia de manera sorprendente. Cada uno está en su sitio: ni ellos confían en nosotros ni nosotros nos fiamos de ellos. Sabemos por experiencia que sus antepasados no han dudado en penetrar por alguna de las ventanas para llevarse cualquier cosa que estuviera a mano en la cocina. Todavía recuerdo aquella vez que un gato negrísimo, al que llamábamos Rubito, pegó un par de saltos acrobáticos y se llevó en sus fauces un filete de cerdo que María había terminado de adobar.

Lo cierto, no obstante, es que esos gatos hacen una buena función limpiando de ratones y lagartijas los alrededores, de modo que en justa compensación siempre tenemos a mano un paquete de salchichas o una bolsa de comida específica para ellos.

Desde hace ya tiempo, yo tenía en mi mente la idea de acariciar a alguna de esas fieras, pero en honor a la verdad me resultaba imposible, ya que no se fiaban de mí en absoluto. Pensaba que sería más fácil acariciar a una gata blanca que me parecía más tratable, pero no tuve ningún éxito. Siempre que me acercaba a ella más de lo prudente, dejaba inmediatamente de comer, me miraba fijamente y abriendo su boca me enseñaba amenazadoramente los colmillos, mientras –frenética- me maullaba. Nunca pude llegar, siquiera, a poder extender mi mano.

Si la gata era tan independiente pensaba que no merecía la pena, siquiera, intentarlo con los dos machos que eran sus compañeros. Uno de ellos, que debe ser su hijo y que tiene unos ojos bellísimos, jamás se ha acercado a comer siquiera cuando ha visto que yo estaba por los alrededores. Del otro animal, un gato negro que debe ser el padre del anterior, podía esperar todavía menos. Es un gato de cierta edad, que está en pleno uso de sus facultades cazadoras y que siempre me ha observado con un cierto distanciamiento, como si yo no le interesara demasiado.

Hace unos días, en un momento en que el gato negro, sin duda presionado por el hambre, estaba comiendo unos trozos de salchichas, aprovechando que yo había estado trabajando en el huerto y tenía puestos unos guantes de jardinero, no lo dudé y sin miramientos le pasé la mano por el lomo. La respuesta del animal fue fulminante, de manera simultánea movió la cabeza y me miró fijamente, mientras alzaba sus patas traseras tan alto como pudo y su rabo se erizaba convirtiendo en un duro garrote.

Sorprendentemente para mí, el animal ni me enseñó los colmillos ni huyó de la escena, sino que al poco volvió a bajar su cabeza y siguió comiendo, manteniendo eso sí totalmente alzados sus cuartos traseros y con la cola igualmente engarrotada. El animal estaba en plena tensión, en vigilancia estrechísima, pero parece que las caricias no le disgustaban demasiado. Yo no podía sino pensar: “¿qué escalofrío habrá recorrido los nervios de este animal cuando por primera vez en su vida ha sentido que una mano, enguantada –eso sí-, ha recorrido su lomo acariciándolo?”

Desde entonces la escena se ha repetido varias veces y su respuesta ha sido siempre la misma, alzando sus patas traseras y elevando su rabo al cielo, pero ya ni siquiera se vuelve para mirarme cuando le doy la primera caricia. Parece que ha asimilado que es un pequeño tributo que tiene que pagar por acceder a la comida que le ofrezco. Quiero pensar, además, que esas caricias sobre sus carnes salvajes le resultarán agradables.

Todo sigue igual, sin embargo, con los otros gatos. Casi diría que la gata cada vez que lo intento, me mira con peores ojos. María, divertida, me ha dicha alguna vez que lo que ocurre es que las gatas están tan tiroteadas por los gatos que por nada del mundo quieren oír hablar de caricias, ni siquiera de los hombres. Bastante tienen ya que soportar a los machos de su propia especie.

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6 comentarios:

  1. ¡ay dolor me volviste a dar!
    Yo que no quiero quererlos y ellos que no quieren que los quieras..
    Cuidate Amigo porque pagan mal.
    Saludos mininos ;)

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  2. Amiga, todo es efímero, querámoslos aunque ellos sean malos pagadores...

    Un abrazo

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  3. Hola. Voy a explicarte la reacción de ese gato al que conseguiste acariciar.
    ¡Qué injusto es el mundo! y qué verdad es ese refrán: "cría fama, y échate a dormir".
    Este minino cuando levanta su cola hacia el cielo, como tu dices, está mostrando su lado más amable. Te está diciendo: "gracias, gracias por acariciarme, gracias por darme de comer tantas veces" Cualquiera que tenga gatos sabe que un gato con el rabo tieso hacia arriba y de puntillas con las patas traseras es el gesto más amistoso que podrías esperar de un felino.
    Sé de lo que hablo. Tengo dos y he tenido siempre.
    En cuanto a que son salvajes, claro. Lo que pasa es que en nuestro país no existen, por ejemplo los dingos (perros salvajes) tal vez en Australia tengan también la extraña manía de pensar que todos los perros son así.
    Estuve herida hace un tiempo y me gustaría que hubieses visto como mis gatas no se separaban ni un instante de mi. Cómo tenía que apartarlas para que no lamieran (literamente) mis heridas.
    Son seres dotados, es verdad, de una mirada especial. No son sumisos, si deseas eso, no tengas gatos.
    Te pido solo un favor. Ese gato que se deja acariciar, está deseando que lo hagas. No le des la espalda.
    Gracias.
    Un beso
    Natacha

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  4. Amiga Natacha, desconocia eso que me habias contado "de alzar las patas traseras y engarrotar el rabo".

    El animal lo sigue haciendo igual que el primer dia y en cuanto nos ve viene con nosotros.

    La gata blanca tambien viene, pero es imposible acariciarla. Sigue enseñando los colmillos y emitiendo gruñidos.

    Curiosamente, ayer, por primera vez, vimos dos gatitos negros, que deben tener unos dos meses y medio (ya son grandecitos), que la gata habia parido y que hasta ahora no habiamos visto nunca, ya que los tendria escondidos quien sabe donde.

    Por supuesto, a pesar de que pusimos comida, los gatitos no se acercaron...

    Un abrazo en la distancia, amiga, y veras que sigo "ocupandome", por decir algo, de esos gatos salvajes...

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  5. Me alegro mucho de haber contribuído de alguna manera a mejorar tus relaciones con el mundo felino.
    Cuando veas a los chiquitines cerca de sus padres, observa cómo ponen su rabillo tieso hacia el cielo. Dicen "estoy aquí mamí. ¿Ves mi bandera?
    También es un gesto de posesión, indica a los demás que su mami es suya. Igual que tu gato dice, ojo que esta señora del guante es "mía" es mi amiga.
    Date un paseíto por mis otros blogs, seguro que encontramos algún punto en común.
    Un beso.
    Natacha.

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  6. Amiga, no creo que pueda acercar a esos gatitos, salvo que ellos, de por si, les de por venir a comer.

    Piensa que tienen en sus genes el amor "a lo salvaje".

    El otro dia, cuando los vi, estaban a mas de 25 metros.

    Me pasare por tus blogs...

    Un saludo en la distancia

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Gracias, siempre, por tus palabras...

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