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domingo, 27 de enero de 2008

HUMOS DE ANÍS




A mi hermana, que no se si recordará
estas cosas; a Cristina, que
inconscientemente, me dió la idea de
evocar estos "humos de niños", y a
Mr. Durden, autor del dibujo.
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Por la escalera se escuchaba que alguien gritaba:

-¡Dios mío, se van a creer que somos “rojas” y nos van a llevar a todas presas!

Mi hermana y yo, que estábamos desayunando en la cocina, mirábamos a la puerta de la casa, donde nuestra madre, a gritos, hablaba con las vecinas, que estaban asomadas a la escalera.

-Claro, decía una, como tu hija se ha liado con un protestante…

-Es que es inglés –respondía la afectada.

-¿Y qué?

-Pues que en Inglaterra todos son protestantes –sentenció la mujer, mientras las vecinas seguían chillando y alborotando sin que mi hermana y yo fuéramos capaces de entender que era lo que estaba pasando.

-¡Que vienen, que vienen… -gritó, entre el bullicio, alguien.

Y todas bajaron a la calle, al portal de la casa, y con el tumulto también los niños que allí vivíamos, que aquel día, con el jaleo, no habíamos terminado ninguno de desayunar.

Varios policías, algunos simples “guardias de la porra” y otros, “de la secreta”, trajeados, estaban examinando unas frases que con letras de color negro alguien había pintado en la fachada de la casa. No recuerdo lo que ponía pero debía ser una inscripción denunciando las maldades del franquismo.

El fotógrafo disparó su máquina varias veces sobre la inscripción y luego, casi inmediatamente, otro hombre, con una brocha, emborronó las palabras con pintura blanca. En cuestión de minutos ya nada se podía leer. Mientras tanto, uno de los “trajeados” había comenzado a hacer preguntas a las mujeres.

-¡Han sido los comunistas, seguro, pero ninguna hemos visto nada…! –decía la señora J.

-¿Quiénes son los comunistas…?, me preguntó Pepito.

Obviamente, yo no tenía ni idea, pero uno de los “guardias de la porra” se volvió y dirigiéndose a la chiquillería tronó:

-¿Pero que pasa, es que hoy no hay colegio…? Venga, todos a la escuela…

Y salimos todos en estampida, mal desayunados y dejándonos atrás, en la precipitación, buena parte del –por entonces tan escaso- material escolar. Las vecinas, mientras tanto, intentaban convencer al inquisidor de que ellas no eran -¡por Dios!- “rojas” y que sus maridos cuando habían salido de casa para ir a sus trabajos no habrían reparado en la inscripción debido a que todavía era de noche.



Aquella tarde, al salir de las clases, un grupo de escolares –seríamos cuatro o cinco- nos reunimos en uno de los rincones del patio, protegidos por un pequeño murete, para jugar a las canicas. Pronto, sin embargo, el Pizzias, cuyo apodo delataba que siempre estaba maquinando mezquindades, sacó de su vieja cartera de cuero un paquete de cigarrillos de anís, y todos, sentados en el suelo, guardamos las canicas y nos pusimos a fumar, uno tras otro, aquellos tan ecológicos pitillos. El Pizzias encendía uno y lo íbamos fumando entre todos. Cuando se terminaba encendía otro. Debió encender, aquella tarde, tres.

En nuestro escaso raciocinio no éramos conscientes de que el Director del Colegio, un señorón alto y gordo, bonachón en el fondo, nos estaba contemplando, encolerizado, desde la ventana de su despacho, que estaba situada en la planta alta del edificio.

Mientras el humo de anís salía de nuestras bocas, alguien se interesó por los sucesos de la mañana:

-¿Y quienes son esos comunistas que andan manchando las fachadas de las casas? –dijo.

Pepito, el más ingenuo del grupo, no tuvo reparos en contestar:

-Creo que deben ser de la banda del Sacamantecas.

-¡Que barbaridad, Pepito –dijo alguien- que tonterías dices!

-Pues yo creo –soltó el Pizzias- que deben de ser los moros, porque mi madre y mi abuela siempre andan diciendo que cualquier día va a venir el Moro Juan y va a matar a todas las mujeres de España…

-¿Y porqué las quieren matar a todas? ¿Qué han hecho…?

Pero la pregunta de Pepito se quedó en el aire. En ese momento, cuando el anís nos estaba ya mareando suavemente, los acontecimientos se precipitaron. La señora Presencia, la portera del colegio, requerida por el Señorón, se estaba acercando a nosotros a grandes zancadas. Sus gritos tronaron en el patio:

-¡Golfos, venir todos para acá, que el Director quiere veros en su despacho…!

-¡Golfos, que sois unos golfos…!

-¡Se van a enterar vuestras madres..!

Por entonces, todos teníamos un nudo en la garganta y Pepito rompía a llorar. El Pizzias fue el único que huyó corriendo, si bien no habría de servirle para nada, ya que la portera nos conocía perfectamente, tanto a nosotros como a nuestras madres. En el entonces aislado barrio de las Delicias, casi un pueblo en aquellos años, todos nos conocíamos.


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4 comentarios:

  1. Bueno, querido Amigo, que historia nos has contado, tan simpática como dramática. Que tiempos aquellos que se vivieron en tu Patria;y la inocencia de la bendita niñez...
    Gracias por compartirla y gracias por la dedicatoria, ha sido un lindo regalo de domingo :)
    Te mando un fuerte abrazo!

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  2. La verdad es que en aquellos tiempos en que la miseria inundaba todos los rincones de la vida cotidiana, los niños -siempre niños- eran felices en su ingenuidad.

    En aquellos tiempos en que el televisor estaba a punto de llegar, los niños -siempre en la calle, siempre jugando o siempre maquinando diabluras, como fumar anis, eramos felices...

    Por cierto, mi hermana -que no recuerda el asunto de la pintada- me decía ayer: "Pero tu estás seguro de que estas cosas han pasado..."

    Y yo me reía, claro.

    Un abrazo, Cristina

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  3. Me gusta mucho leer estos recuerdos.
    Gracias por compartirlo.


    Recibe abrazos soleados.

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  4. Amiga Clarice, como decía aquel hombre "uno escribe para apaciguar su pobre corazón", pero si, además, alguien lo lee, entonces uno -como ya dije alguna vez- cree enloquecer...

    ¡Santo Dios, que tremendo me he puesto..."

    Ja, ja, ja...

    Un abrazo, y sabes que estas en tu casa.

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Gracias, siempre, por tus palabras...