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sábado, 12 de enero de 2008

TOQUE DE CLARÍN



El día estaba lluvioso y aquella mañana, tras los cristales de las ventanas de nuestro aula, los estudiantes de secundaria jaleábamos en tropel mientras contemplábamos como un grupo de universitarios, en la plaza, afanosos ellos, lanzaban gruesos cordajes al cuello de la estatua guiados por el ánimo de derribar aquel símbolo del vetusto imperio español.

La imagen amenazada por los alborotadores era una escasamente afortunada representación de Felipe II que se alzaba –y se alza todavía- en la Plaza de San Pablo, frente al edificio “adefésico” –en palabras de nuestro profesor de Ciencias Naturales- del viejo instituto.

Nadie sabía los motivos por los que aquellos estudiantes querían tirar por los suelos la estatua del rey, pero lo cierto es que nosotros –jovencitos- disfrutábamos viendo en directo como la turba, bajo la lluvia insistente, tensaba con fuerza las gruesas maromas. Alguien podría haber pensado que estábamos contemplando una película de humor. Al otro lado de la plaza, por contra, enfrente de nosotros y próximos a los bronquistas, los soldados que hacían guardia en el edificio de la Capitanía General, antiguo palacio del Duque de Lerma, contemplaban perplejos el espectáculo.

El alocado bullicio de los jóvenes, sin embargo, pronto cambió de tono cuando hizo acto de presencia en el lugar una compañía de “grises”, la policía armada del franquismo, que comenzó a repartir, sin miramiento alguno, un aluvión de golpes y porrazos. Antes, formada la compañía a unos cien metros de los estudiantes, un toque de clarín había advertido a los alborotadores de que la carga policial era inminente. Años después, en mis tiempos de Universidad, yo también habría de escuchar, más de una vez, esa música siniestra.

Para entonces, nosotros –tras los cristales, protegidos de la lluvia y de los golpes- habíamos dejado de reír. Nunca habíamos contemplado a los “grises” en acción y lo que vimos aquel día nos dejó tan incrédulos como atemorizados. Esa mañana, observando el espectáculo brutal, muchos de nosotros, protegidos por los cristales, sentimos que algo desconocido se nos estaba abriendo a unos nuevos mundos que hasta entonces habían estado ocultos.

Felipe II, mientras tanto, en lo alto de su pedestal, malévolo, reía ahora a carcajadas contemplando como la soldadesca policial aporreaba a los jóvenes.


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