
Dicen los viejos que hubo un tiempo ya olvidado en el que los gatos no tenían amos. La miseria, entonces, reinaba en el país y nadie en su sano juicio se podía permitir desviar algo de su pobrísimo presupuesto para destinarlo a un animal.
En aquellos tiempos los gatos, apedreados en las calles por los niños, se refugiaban durante el día en los tejados de las casas. Era por la noche cuando siguiendo sus instintos cazadores se adueñaban de calles y rincones buscando ratones, pajarillos o cualquier otro pequeño animal que saciara su hambre.
Parece que si hemos de hacer caso a los viejos, en aquellos tiempos de leyenda y racionamiento, las personas, en las ciudades, pasaban todavía más hambre que los propios gatos.
Algunos años después, la situación generalizada de miseria debió ir mejorando levemente y algunas personas, entre ellas mi madre, decidieron acoger a alguno de esos gatos callejeros, pienso que no tanto por amor al animal sino con la pretensión de que ayudara a mantener los alrededores de la casa limpios de ratones. Prueba de que el tiempo “de la hambre inmensa” ya había pasado es que de vez en cuanto se producían sobras de comida que mi madre dejaba en la galería descubierta de nuestra casa, sabiendo que el animal acudiría, por la noche, a hacerse cargo de ellas.
En nuestro caso no era un gato macho, sino hembra, que mi abuela un buen día decidió bautizar con el sugestivo nombre de “Gata Perona”, sin duda como un tan sencillo como divertido homenaje a aquel famoso hombre de estado que en los años del hambre había permitido que diversos cargamentos de trigo argentino fueran desviados a España.
Fue entonces, cuando la “Gata Perona” se iba tomando libertades en nuestra casa, cuando el animal tuvo la desgracia de que yo, un niño asombrado por todo, comenzara a arrastrarme y a “gatear” por los suelos. Debía ser entonces alguno de los meses de verano –yo había nacido en un mes de octubre- y según me habría de contar después muchas veces mi madre entre risas, yo “gateando” me salía a la galería y jugaba con la Perona, animal que a pesar de “haberse criado en la calle”, permitía que trasteara con ella, aun cuando pronto habría de descubrir que su pequeño amigo humano era un tipo de cuidado.
En efecto, en aquellos tiempos, el “cocido madrileño” (mi madre había nacido algo antes de la Guerra Civil en esa ciudad) era nuestra comida cotidiana, de modo que todos los días la gata comía un puñadito de garbanzos que mi madre echaba en una lata. A cambio, el animal no permitía que los ratones se acercaran por allí.
La sorpresa de mi madre fue cuando descubrió que su hijo, tan amigo de la Perona y siempre trasteando con ella, había terminado tomándose tantas confianzas que cuando el animal estaba comiendo se acercaba “gateando” y le quitaba los garbanzos para comérselos él. ¡Qué bellísima estampa teníamos que ofrecer, sin duda, la gata y el niño, atragantados los dos, por ver cual de nosotros se comía más garbanzos de la lata!
Si, amigos, parece –siempre, según lo que mi madre contaba- que de niño uno era algo tragón y no tenía reparos en, muy amistosamente, casi como buenos hermanos, alargar mis deditos y disputarle los garbanzos a la “Gata Perona”.
Me imagino la escena, la gata y uno, mano a mano, juntitos y muy amigos, pegándonos empujones el uno al otro para quitarnos los garbanzos… Y mi madre, al verlo, chillando -sin duda- como una loca.
En fin, amigos, que todo sugiere que uno, en su niñez, como algunos grandes personajes, tuvo unos orígenes míticos, ya que de alguna forma –y aún cuando solo fuera parcialmente- fui criado por una gata, en este caso de nombre argentino. A fin de cuentas, algo similar debió pasarles a Rómulo y Remo con eso de la loba, y menuda liaron…
.