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domingo, 14 de octubre de 2007

AIRES NACIONALES


Se pegó muy a conciencia... Se zurró con tan generosa voluntad y se quebraron en la fiesta tantas varas, que se peló de florestas Castilla.

Valladolid estuvo tres días con tres noches tartamuda bajo las ráfagas del tiroteo, con las manos en las orejas, medio ojo abierto sobre la soldadesca tiznada de pólvora, que penetraba a culatazos en las tabernas y hacía servicio de retén a la custodia de conventos y Bancos.

En Santa Clara, de Valladolid, la monja organista quedó loca para muchos días, suceso no extraño si se atiende a que una bala le rozó las tocas cuando sacaba agua del pozo. En aquel tiroteo hubo cinco muertos en la calle y un lorito en el balcón de Capitanía. Todo lo acarreaba la judaica pasión por los bienes terrenales, ahora más temosa con la quiebra fraudulenta del Banco de Castilla. Eran muchos los que lloraban arruinados, y unánimes en el rencoroso clamor por el castigo del presidente y los consejeros, santones de la opinión moderantista en las riberas del Pisuerga. Una providencia judicial, alzando el auto que los tenía en cárcel, sirvió de pretexto a los enemigos del orden. Comenzó la jarana con pedrea y rotura de cristales, alarma de gritos y susto de carreras. Salió la tropa, resbaló un caballo, holgóse el motín callejero alternando chifles y vayas, abroncáronse con estos los pechos militares, sonaron cornetas, encendió el aire la fusilada, y entre cirrus de pólvora, en charcas de sangre, cantaron su triunfo las ranas del orden. Cinco paisanos muertos, y aquel verdigualda cotorrín antillano, que las furias populares inmolaron a pedradas en el balcón de Capitanía. El restablecimiento del orden nunca se logra sin el sacrificio de vidas inocentes. La muerte de su cotorrín desconsoló a la señora generala. Recibía visitas de pésame en el estrado, y con mimos de cuarterona solicitaba del veterano esposo un castigo ejemplar para los crímenes de la demagogia. El general, marido complaciente, dictó un bando de farrucas retóricas y extremó ternezas conyugales disponiendo que fuese disecado el cotorrín para consuelo de su dueña y adorno de la consola. La generala, entre soponcios y congojas, con beata simplicidad, prometía donárselo a las monjas de Santa Clara: Su mitológica fantasía de criolla cuarterona ambicionaba que la maravilla verdigualda del cotorrín, emulase en los limbos monjiles a la blanca paloma del Espíritu Santo.

Ramón del Valle-Inclán (La Corte de los Milagros)

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