Los domingos, después del almuerzo, mi padre tenía la costumbre de jugar una partida de dominó en el bar “El Portillano”, que estaba situado al lado de nuestra casa. Allí, los niños de los alrededores, nos reuníamos igualmente para mientras nuestros padres fumaban, tomaban una copa de anís y jugueteaban con las fichas, contemplar atónitos uno de los primeros televisores que se instalaron en el barrio.
Recuerdo todavía la sensación de sorpresa que sentí la primera vez que “El Portillano” puso en marcha el vetusto aparato que unos momentos antes había colgado de una repisa colocada en lo alto, cerca de la puerta de acceso al local. Cuando aparecieron las primeras imágenes, en medio del clamor de los niños, los jugadores de dominó dejaron en suspenso la partida, momentáneamente, y contemplaron durante un tiempo aquel extraño artilugio: en apariencia se trataba de un aparato de radio en el que, además de escuchar a los locutores, se podía ver como se movían. Para entonces, el invento, sin duda prodigioso, tenía alborotada a la chiquillería, que chillaba y relinchaba de placer contemplando aquellas escenas que se movían como en el cine.
El éxtasis llegó a su culminación cuando de súbito la pantalla se llenó con la imagen de un perro, “Rin Tin Tin”, al que acompañaba el cabo más joven que jamás haya conocido la historia: el entrañable “Cabo Rusty”. Contemplando las aventuras de “Rin Tin Tin”, animal tan distinto de los perros vagabundos con los que nos cruzábamos en las calles, los chiquillos, perdido el sentido, alcanzábamos un grado de felicidad difícilmente imaginable en la España austera de principios de los años sesenta.
Ahora, pasados los años, desde la nostalgia, quisiera pensar que las aventuras de “Rin Tin Tin”, tan intensamente ingenuas, fueron uno de los primeros pasos por los que avanzamos los niños españoles de entonces, envueltos en el contexto de un nuevo mundo que estaba surgiendo. Gracias a “Rin Tin Tin” y gracias a la televisión, que en poco tiempo habría de invadir nuestros hogares, la España de la posguerra habría de comenzar a caminar con unos pasos dados sin conciencia pero con ilusión, hacia un nuevo futuro. Los tiempos de los “partes oficiales de noticias” de la radio habrían de irse quedando poco a poco en el recuerdo.
Recuerdo todavía la sensación de sorpresa que sentí la primera vez que “El Portillano” puso en marcha el vetusto aparato que unos momentos antes había colgado de una repisa colocada en lo alto, cerca de la puerta de acceso al local. Cuando aparecieron las primeras imágenes, en medio del clamor de los niños, los jugadores de dominó dejaron en suspenso la partida, momentáneamente, y contemplaron durante un tiempo aquel extraño artilugio: en apariencia se trataba de un aparato de radio en el que, además de escuchar a los locutores, se podía ver como se movían. Para entonces, el invento, sin duda prodigioso, tenía alborotada a la chiquillería, que chillaba y relinchaba de placer contemplando aquellas escenas que se movían como en el cine.
El éxtasis llegó a su culminación cuando de súbito la pantalla se llenó con la imagen de un perro, “Rin Tin Tin”, al que acompañaba el cabo más joven que jamás haya conocido la historia: el entrañable “Cabo Rusty”. Contemplando las aventuras de “Rin Tin Tin”, animal tan distinto de los perros vagabundos con los que nos cruzábamos en las calles, los chiquillos, perdido el sentido, alcanzábamos un grado de felicidad difícilmente imaginable en la España austera de principios de los años sesenta.
Ahora, pasados los años, desde la nostalgia, quisiera pensar que las aventuras de “Rin Tin Tin”, tan intensamente ingenuas, fueron uno de los primeros pasos por los que avanzamos los niños españoles de entonces, envueltos en el contexto de un nuevo mundo que estaba surgiendo. Gracias a “Rin Tin Tin” y gracias a la televisión, que en poco tiempo habría de invadir nuestros hogares, la España de la posguerra habría de comenzar a caminar con unos pasos dados sin conciencia pero con ilusión, hacia un nuevo futuro. Los tiempos de los “partes oficiales de noticias” de la radio habrían de irse quedando poco a poco en el recuerdo.
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