Apertura f/13
Tiempo de exposición 1/40 s
Velocidad ISO – 200
Distancia focal 66 mm
Compensación de la exposición -0,70
HDR
Sophie supo que algo iba mal. Al salir a
la calle 57 había visto que un agente, plantado ante el automóvil de Daniel,
estaba gesticulando. Todo sugería que lo estaba multando por haber aparcado en
un espacio prohibido. De inmediato, Sophie tomó su decisión. Con dos ágiles
movimientos de los pies se desprendió de sus zapatos de tacón y echó a correr
en dirección a la avenida Madison.
Al verla correr, Joe y yo tampoco lo
pensamos. Ni siquiera me di cuenta de que un policía estaba multando a Daniel.
Vi salir disparada a Sophie y decidí correr. Joe, más ágil, me precedía. Me llevaba la delantera por unos
diez metros. A uno, a fin de cuentas, le sobraban algunos años y muchos kilos y
no era capaz de mantener su endiablada velocidad.
Apenas llevaba medio minuto corriendo,
intentando acercarme a Joe, cuando tomé conciencia de que estaba a punto de
asfixiarme. Fue entonces, en ese momento de desesperación, cuando pensé
-¡maldita sea!- que uno ya no estaba para esas carreras. Unos segundos después,
a punto ya de caer derrumbado, fue cuando observé que dos policías, desde la
acera del otro lado, cruzaban la calle y se dirigían a Joe, que seguía
corriendo con la desesperación de quien bracea antes de morir ahogado. Al
verlos, me paré de inmediato. Quizás los agentes habían visto como Sophie
pasaba corriendo, doblando luego la esquina de la avenida Madison, y habían
pensado que Joe la iba persiguiendo. Era posible que ni siquiera hubieran
reparado en mi. Quizás se habían lanzado sobre Joe pensando que este quería
alcanzar a la mujer para hacerle daño.
Decidí pararme y me esforcé por
aparentar tranquilidad mientras recuperaba el aliento. Durante unos segundos
respiré todo lo pausadamente que pude. Llegó a parecerme, incluso, que el mundo
que me envolvía se paralizaba conmigo. Solo Joe y los policías parecían estar
vivos. Solo ellos se movían. La gente, contemplando la escena, había quedado
inmóvil. Estaba junto a un semáforo y al poco una anciana, con paso vacilante,
hizo ademán de cruzar la calle. Espere, señora – le dije. Yo le ayudo. Y con
amabilidad fingida la tomé del brazo y muy despacio, caminando juntos, la
conduje al otro lado. Mientras lo hacía, contemplaba como a unas decenas de
metros los policías aporreaban las piernas y la espalda de Joe, que en ese
momento ya estaba tirado en el suelo. Vi luego como uno de los agentes le
aprisionaba la columna con sus rodillas. Después sabría que le habían roto un
par de costillas.
La anciana y yo, mientras tanto,
seguíamos caminando lentamente. Cuando terminamos de cruzar la calle, solté su
brazo con amabilidad y ella me dirigió algunas palabras, supongo que de
agradecimiento, que ni siquiera escuché. Mi interés ahora era otro. Los
policías no me miraban y decidí que debía seguir a Sophie, aunque por motivos
obvios no debía correr. No quería despertar el recelo de los agentes y caminé a
paso normal por la calle 57 hasta alcanzar el cruce con la avenida Madison.
Antes había visto como Sophie doblaba la esquina y huía por ella, así que
decidí seguir sus pasos, ahora de nuevo corriendo, lejos ya de la mirada
policial.
Estuve trotando un par de minutos hasta
que supe que jamás podría alcanzarla. Antes había visto como la chica, tan
menuda y sin zapatos, corría a la velocidad del vértigo. Algunos instantes después,
entre jadeos cada vez más angustiosos, tuve que desistir.
Desde entonces han pasado cinco años.
Joe, esta mañana, me ha llamado. Le han soltado, con la condicional. De Daniel
nunca hemos vuelto a saber nada. Todo sugiere que se asustó y huyó quién sabe a
donde. La verdad es que nos olvidamos de él hace ya mucho tiempo. A quién
tenemos mucho interés en encontrar, sin embargo, es a Sophie, ese ángel
escapista experto en fugas. Era ella, a fin de cuentas, quien llevaba los
diamantes que habíamos robado en Tiffany.